miércoles, 14 de mayo de 2014

Fue una tarde de verano



Tres hombres acababan de tomar el primer sorbo de su jarra de cerveza helada , sentados en la terraza de La Cubana , cuando empezaron los gritos .
Acababan de llegar desde la costa , conduciendo a casi 200 kilómetros por hora , para estrenar el último capricho de Miguel . El descapotable reverberaba por el calor del motor recién apagado , mientras los amigos , únicos clientes del bar a aquella hora , lo contemplaban extasiados .
Miguel fue el primero en salir corriendo escaleras arriba  , con el corazón desbocado al oír los gritos que salían del portal abierto de su casa , junto al bar. Era la voz de Marina , su hija de siete años . Olvidando las cervezas , sus dos amigos le siguieron .
Los gritos provenían del dormitorio. Miguel se dirigió hacia allí casi a ciegas , por la penumbra en que se encontraba el piso.
Al llegar frenó en seco, y los otros dos chocaron contra su espalda . Empujando a Miguel , que con su cuerpo tapaba la puerta , lo apartaron para entrar.
En el rincón del fondo, detrás del armario ropero, la niña seguía chillando en cuclillas , protegiéndose la cara con los brazos. Entre sus dedos salían mechones de pelo de los que tiraba con fuerza histérica .
Lo que vieron no fue lo que contarían más adelante, durante el largo juicio.
El pequeño Daniel , de doce años , se encontraba a horcajadas sobre el cuerpo inerte de su madre . Gemía y sollozaba mientras movía las manos sobre el pecho de ésta . De repente, el cuerpo del chico se tambaleó hacia atrás, y alzó los brazos. Un cuchillo de cocina se alzó en el aire, salpicando de sangre la cara del muchacho. Saltó de la cama , y sin ver a nadie, como si solo él y aquel utensilio existieran en ese lugar y ese momento, se lanzó hacia la puerta , de donde los hombres se apartaron asustados ante el niño enloquecido y armado.
Miguel corrió escaleras abajo tras su hijo. Los otros dos aún tardaron unos segundos en reaccionar , y apartar la vista del infernal espectáculo que tenían ante ellos.
Las sábanas blancas se confundían con los encajes del camisón que Ana llevaba puesto y que se le había subido hasta el vientre, dejando al descubierto las bragas del mismo color. Todo lo que había sido blanco resaltaba el violento rojo que manaba como una fuente de su cuerpo... del pecho, de los brazos, del estómago.
La niña seguía gritando desde el rincón , meciendo su cuerpo en la misma postura defensiva . Los hombres empezaron a salir de espaldas, sin poder apartar la vista de la mujer muerta hasta que estuvieron fuera . Entonces corrieron hasta alcanzar la escalera .
Daniel estaba en medio de la calle. Ensangrentado hasta los codos, alzando el cuchillo, que miraba entre lágrimas y temblores que estremecían todo su cuerpo.
Miguel lo llamó por su nombre, el niño se volvió hacia su padre sin bajar el arma , y un grito salió de su boca :
-¡Mamá!, ¡mamá está muerta papá!
-Daniel, dame el cuchillo, por favor, dámelo, dámelo... Miguel sudaba y el sudor se mezclaba con lágrimas. Su rostro estaba empapado de agua salada . (-y Ana de sangre-, pensó.). Cayó de rodillas, sintiendo cómo su alma se rompía de dolor. Su hijo, su único hijo estaba allí, y él no podía creer que todo aquello estuviera pasando.
Sal de lágrimas. Sal de sudor. Sal de mar. El mundo olía a sal y a hierro. El olor de la habitación , de la sangre vertida fuera del cuerpo de la mujer mas hermosa del mundo.
La gente había empezado a asomar de las casas, cerradas a la calima de mediodía. Pero nadie se atrevía a moverse de su portal . Ellos también olían la sal y el hierro, y ese olor perduraría para siempre en aquella calle, en aquel pueblo, y de vez en cuando, pasados los años, un fogonazo de recuerdo les llegaría con una ráfaga de viento impregnado del olor a sangre y sal en los meses de verano, cuando el sol provocaba mareos y nublaba la vista .
Fueron Antonio y Marcos los que consiguieron que el niño dejara el cuchillo en el suelo, tras casi media hora al sol, sudorosos, agotados y aterrorizados todos.
Miguel había subido otra vez, olvidando a su hijo. Lo encontraron llorando, tumbado en la cama junto a su esposa , ahora ensangrentado él también . Aspiraba el olor que emanaba del cuerpo tibio, sin saber bien lo que hacía . Pero si ése era el último aroma que iba a recordar de ella , lo quería introducir en sus pulmones, en su cabeza, en su recuerdo, para siempre jamás. Marina seguía en el rincón , pero ya no gritaba . Su garganta se había roto.
Los servicios sociales se hicieron cargo de ella , que quedó sola y olvidada por todos. Enloquecida y sedada , apenas caminaba ni comía . Ella , que lo sabía todo, no fue interrogada . No sabía lo que ocurrió fuera de aquel manicomio los meses y los años siguientes, ni le importaba. No era consciente de que tuviera que importarle, ni de que ella era la única que lo vio. Nadie fue a preguntarle .
Eso fue lo que encontró la policía del pueblo, cuando llegó el primer coche patrulla , casi una hora después de recibir las llamadas de auxilio de los vecinos .
En julio, en aquel lugar, a aquella hora ... ¿quién hubiera pensado que pudiese pasar algo?. Los cuatro funcionarios del orden se encontraban desviando el tráfico en un atasco a la entrada de la costa . Temporada alta turística ...
Llevaron a Daniel al calabozo . Empapado de sangre . La sangre de su madre , confirmó el forense . En el cuchillo había multitud de huellas, las del chico entre las otras, todas confundidas y sobrepuestas .
Miguel se presentó al cabo de dos días, acompañado por sus amigos . Uno de ellos salió pasada una hora , y regresó con un hombre oscuro y anodino. Un abogado. Éste pidió cita con el comisario. Miguel firmó una declaración . En ella, relataba cómo había asesinado a su mujer .
-¿Móvil? 
-Quería cobrar su seguro de vida para pagar el coche nuevo. Estaba planeado hacía meses .
Y luego se había ido con sus dos amigos y su hijo Daniel a la costa , a estrenar su descapotable. No previó que el chico saltara al llegar y subiera al piso el primero. Debía parecer que un ladrón había entrado y, encontrando a Ana , la había matado para robar.
Durante el juicio, solo la compasión por aquel niño que sollozaba con la frente apoyada sobre la mesa , oculta tras sus delgados bracitos, hizo que lo increíble fuera creíble .
La víctima se encontraba vestida solo con un leve camisón blanco en pleno día . Las sábanas, alborotadas. Como si hubiera estado yaciendo. No faltaba dinero, ni joyas, ni nada estaba revuelto. No había signos de lucha .
La hija , en estado catatónico y demasiado pequeña , tampoco serviría como testigo, y fue descartada .
La sangre tibia , que aún seguía esparciéndose sobre el colchón cuando la policía entró, no concordaba con las horas que , según Miguel, hacía que había abandonado el cuerpo de su mujer para irse a pasear con sus amigos y su hijo.
Pero al tribunal, por las ventanas abiertas, le llegaba el olor a sal y hierro, y querían que aquello acabara ya . Condenaron a Miguel, y el pequeño acabó creciendo con sus abuelos paternos.
Treinta años de cárcel, treinta años de dudas y dolor.
Miguel murió de cáncer sin saber quién había roto su vida y la de sus seres amados.
Sus amigos, los que juraron en falso, nunca volvieron a visitarlo, y, si en algún momento de sus vidas se cruzaron por el pueblo con Daniel, volvieron la cara para no mirarlo. Ellos sí creían que había sido el niño. Ellos y todo el pueblo.
Pocos días después del crimen, un hombre mal vestido, moreno y de mirada huidiza , se enrolaba en un barco pesquero rumbo al norte, para no volver jamás. Había entrado a robar en una casa silenciosa , que, tras un rato de escuchar sin apenas respirar, creyó vacía . Pero la mujer del camisón blanco le encontró en el dormitorio. Debía estar en la cocina, y se abalanzó sobre él con el cuchillo. Solo tuvo que empujarla y apagó sus gritos con el mismo cuchillo que resbaló de su mano por el mismo terror.
(Había una niña pequeña oh dios oh dios mío qué hice...) . 
Debían descansar juntas cuando él entró. La vio al levantar el rostro, con el arma en la mano. Solo con mirarla , la niña se puso a gritar cubriéndose la cara con las manos. Entonces, huyó. Nunca leyó los periódicos. Nunca supo lo que había provocado con su último intento de robo, que por primera y última vez fracasaba .
Antes de un año, el hombre moreno se tiró por la borda del barco pesquero. No podía dormir. Cada vez que el cansancio lo vencía , los gritos de la niña lo despertaban bruscamente, y la delgadez de su cuerpo, que vomitaba todo lo que tragaba a duras penas, no le permitía trabajar en el duro oficio de pescador.
Ilustración: Pau.     escapulanews.blogspot.com.es









lunes, 12 de mayo de 2014

Cuatro kilómetros



La noche que Marta se suicidó , fue un acto tan impulsivo como los que habían dominado todos los hechos determinantes de su caótica vida . Si todos los que la querían , o al menos apreciaban , como ella hubiese dicho, se devanaron los sesos pensando por qué no dejó una nota de despedida , por qué precisamente de aquella forma tan brutal , ninguno hubiese acertado en que no había ni premeditación , ni intención .
No murió en el acto . Su último castigo fue sentir el dolor más grande (quién le hubiese dicho a ella que siempre podía haber algo más doloroso que lo anterior), y su último pensamiento fue :
-¡Oh Dios mío, yo no quería matarme!
Hacía unos segundos , caminaba por el arcén de una carretera secundaria , con un chándal manchado de lejía en los bajos del pantalón , y un forro polar azul marino . Las piedrecillas de asfalto se le clavaban a través de la fina suela de sus viejas zapatillas de andar por casa .
Ya no podía más . A pesar de ser febrero, sudaba por los cuatro kilómetros que había dejado atrás desde que dio el portazo, dejando la cena en la mesa y caminando a paso ligero sin rumbo, hasta salir del pueblo y continuar por la carretera oscura .
Ya casi no recordaba exactamente la escena que la había hecho salir de casa a esas horas . Tampoco lloraba . Sentía las lágrimas resecas en la piel caliente , pero el agotamiento hacía rato que le había quitado las ganas de seguir llorando. ¡Si le venía justo respirar!
De vez en cuando, un coche la deslumbraba , y ella , mareada y con los pies cada vez más doloridos , se tambaleaba un poco, pensando en la posibilidad de caer . Hacia el arcén sucio que a trozos olía a rata podrida , o... hacia los faros.
Su móvil sonó, y ella rebuscó en su bolsillo.
-¿Qué quieres?
-¿Dónde estás?
-Cerca del cementerio.
-Vas a tardar mucho? Tu plato está en la mesa aún. ¿Te lo caliento?
-¿¡Qué!?
Marta no podía creerlo. Estaba a más de cuatro kilómetros de casa , y ni siquiera se habían dado cuenta . Posiblemente creían que se había ido con el coche. ¿Dónde? ¿Es que nadie se daba cuenta de que estaba furiosa , y por eso había salido del piso de un portazo? ¿Cuánto tiempo llevaría andando en zapatillas? Desde luego, hasta que ellos no habían acabado de cenar en paz , libres de sus gritos , él ni se había molestado en llamarla .


En ese momento, unos faros se acercaban rugiendo en dirección a ella . Cegada por la luz , entornó los ojos, otra vez anegados de lágrimas de rabia , y, sin pensarlo , solo dejó que sus pies avanzaran hacia la derecha . Solo un poco. Fuera de la tenue línea blanca del arcén . Esa fue la última estupidez que cometió en su vida . Realmente no quería morir. Ni siquiera había soltado el teléfono, que salió volando hacia el cielo.