Tres hombres
acababan de tomar el primer sorbo de su jarra de cerveza helada ,
sentados en la terraza de La Cubana , cuando empezaron los gritos .
Acababan de llegar desde la costa , conduciendo a casi 200 kilómetros
por hora , para estrenar el último capricho de Miguel . El
descapotable reverberaba por el calor del motor recién apagado ,
mientras los amigos , únicos clientes del bar a aquella hora , lo
contemplaban extasiados .
Miguel fue el primero en salir corriendo escaleras arriba , con el
corazón desbocado al oír los gritos que salían del portal abierto
de su casa , junto al bar. Era la voz de Marina , su hija de siete
años . Olvidando las cervezas , sus dos amigos le siguieron .
Los gritos provenían del dormitorio. Miguel se dirigió hacia allí
casi a ciegas , por la penumbra en que se encontraba el piso.
Al llegar frenó en seco, y los otros dos chocaron contra su
espalda . Empujando a Miguel , que con su cuerpo tapaba la puerta , lo
apartaron para entrar.
En el rincón del fondo, detrás del armario ropero, la niña seguía
chillando en cuclillas , protegiéndose la cara con los brazos. Entre
sus dedos salían mechones de pelo de los que tiraba con fuerza
histérica .
Lo que vieron no fue lo que contarían más adelante, durante
el largo juicio.
El pequeño Daniel , de doce años , se encontraba a horcajadas sobre
el cuerpo inerte de su madre . Gemía y sollozaba mientras movía las
manos sobre el pecho de ésta . De repente, el cuerpo del chico se
tambaleó hacia atrás, y alzó los brazos. Un cuchillo de cocina se
alzó en el aire, salpicando de sangre la cara del muchacho. Saltó
de la cama , y sin ver a nadie, como si solo él y aquel utensilio
existieran en ese lugar y ese momento, se lanzó hacia la puerta , de
donde los hombres se apartaron asustados ante el niño enloquecido y
armado.
Miguel corrió escaleras abajo tras su hijo. Los otros dos aún
tardaron unos segundos en reaccionar , y apartar la vista del infernal
espectáculo que tenían ante ellos.
Las sábanas blancas se confundían con los encajes del camisón que
Ana llevaba puesto y que se le había subido hasta el vientre,
dejando al descubierto las bragas del mismo color. Todo lo que había
sido blanco resaltaba el violento rojo que manaba como una fuente de
su cuerpo... del pecho, de los brazos, del estómago.
La niña seguía gritando desde el rincón , meciendo su cuerpo en la
misma postura defensiva . Los hombres empezaron a salir de espaldas,
sin poder apartar la vista de la mujer muerta hasta que estuvieron
fuera . Entonces corrieron hasta alcanzar la escalera .
Daniel estaba en medio de la calle. Ensangrentado hasta los codos,
alzando el cuchillo, que miraba entre lágrimas y temblores que
estremecían todo su cuerpo.
Miguel lo llamó por su nombre, el niño se volvió hacia su padre
sin bajar el arma , y un grito salió de su boca :
-¡Mamá!, ¡mamá está muerta papá!
-Daniel, dame el cuchillo, por favor, dámelo, dámelo... Miguel
sudaba y el sudor se mezclaba con lágrimas. Su rostro estaba
empapado de agua salada . (-y Ana de sangre-, pensó.). Cayó de
rodillas, sintiendo cómo su alma se rompía de dolor. Su hijo, su
único hijo estaba allí, y él no podía creer que todo aquello
estuviera pasando.
Sal de lágrimas. Sal de sudor. Sal de mar. El mundo olía a sal y a
hierro. El olor de la habitación , de la sangre vertida fuera del
cuerpo de la mujer mas hermosa del mundo.
La gente había empezado a asomar de las casas, cerradas a la calima
de mediodía. Pero nadie se atrevía a moverse de su portal . Ellos
también olían la sal y el hierro, y ese olor perduraría para
siempre en aquella calle, en aquel pueblo, y de vez en cuando,
pasados los años, un fogonazo de recuerdo les llegaría con una
ráfaga de viento impregnado del olor a sangre y sal en los meses de
verano, cuando el sol provocaba mareos y nublaba la vista .
Fueron Antonio y Marcos los que consiguieron que el niño dejara el
cuchillo en el suelo, tras casi media hora al sol, sudorosos,
agotados y aterrorizados todos.
Miguel había subido otra vez, olvidando a su hijo. Lo encontraron
llorando, tumbado en la cama junto a su esposa , ahora ensangrentado
él también . Aspiraba el olor que emanaba del cuerpo tibio, sin
saber bien lo que hacía . Pero si ése era el último aroma que iba a
recordar de ella , lo quería introducir en sus pulmones, en su
cabeza, en su recuerdo, para siempre jamás. Marina seguía en el
rincón , pero ya no gritaba . Su garganta se había roto.
Los servicios sociales se hicieron cargo de ella , que quedó sola y
olvidada por todos. Enloquecida y sedada , apenas caminaba ni comía .
Ella , que lo sabía todo, no fue interrogada . No sabía lo que
ocurrió fuera de aquel manicomio los meses y los años siguientes,
ni le importaba. No era consciente de que tuviera que importarle, ni
de que ella era la única que lo vio. Nadie fue a preguntarle .
Eso fue lo que encontró la policía del pueblo, cuando llegó el
primer coche patrulla , casi una hora después de recibir las llamadas
de auxilio de los vecinos .
En julio, en aquel lugar, a aquella hora ... ¿quién hubiera pensado
que pudiese pasar algo?. Los cuatro funcionarios del orden se
encontraban desviando el tráfico en un atasco a la entrada de la
costa . Temporada alta turística ...
Llevaron a Daniel al calabozo . Empapado de sangre . La sangre de su
madre , confirmó el forense . En el cuchillo había multitud de
huellas, las del chico entre las otras, todas confundidas y
sobrepuestas .
Miguel se presentó al cabo de dos días, acompañado por sus amigos . Uno de ellos salió pasada una hora , y regresó con un
hombre oscuro y anodino. Un abogado. Éste pidió cita con el
comisario. Miguel firmó una declaración . En ella, relataba cómo
había asesinado a su mujer .
-¿Móvil?
-Quería cobrar su seguro de vida para pagar el coche nuevo. Estaba planeado hacía meses .
Y luego se había ido con sus dos amigos
y su hijo Daniel a la costa , a estrenar su descapotable. No previó
que el chico saltara al llegar y subiera al piso el primero. Debía
parecer que un ladrón había entrado y, encontrando a Ana , la había
matado para robar.
Durante el juicio, solo la compasión por aquel niño que sollozaba
con la frente apoyada sobre la mesa , oculta tras sus delgados
bracitos, hizo que lo increíble fuera creíble .
La víctima se encontraba vestida solo con un leve camisón blanco
en pleno día . Las sábanas, alborotadas. Como si hubiera estado
yaciendo. No faltaba dinero, ni joyas, ni nada estaba revuelto. No
había signos de lucha .
La hija , en estado catatónico y demasiado pequeña , tampoco
serviría como testigo, y fue descartada .
La sangre tibia , que aún seguía esparciéndose sobre el
colchón cuando la policía entró, no concordaba con las horas que ,
según Miguel, hacía que había abandonado el cuerpo de su mujer
para irse a pasear con sus amigos y su hijo.
Pero al tribunal, por las ventanas abiertas, le llegaba el olor a
sal y hierro, y querían que aquello acabara ya . Condenaron a Miguel,
y el pequeño acabó creciendo con sus abuelos paternos.
Treinta años de cárcel, treinta años de dudas y dolor.
Miguel murió de cáncer sin saber quién había roto su vida y la
de sus seres amados.
Sus amigos, los que juraron en falso, nunca volvieron a visitarlo,
y, si en algún momento de sus vidas se cruzaron por el pueblo con
Daniel, volvieron la cara para no mirarlo. Ellos sí creían que
había sido el niño. Ellos y todo el pueblo.
Pocos días después del crimen, un hombre mal vestido, moreno y de
mirada huidiza , se enrolaba en un barco pesquero rumbo al norte, para
no volver jamás. Había entrado a robar en una casa silenciosa , que,
tras un rato de escuchar sin apenas respirar, creyó vacía . Pero la
mujer del camisón blanco le encontró en el dormitorio. Debía estar
en la cocina, y se abalanzó sobre él con el cuchillo. Solo tuvo que
empujarla y apagó sus gritos con el mismo cuchillo que resbaló de
su mano por el mismo terror.
(Había una niña pequeña oh dios oh dios mío qué hice...) .
Debían descansar juntas cuando él
entró. La vio al levantar el rostro, con el arma en la mano. Solo
con mirarla , la niña se puso a gritar cubriéndose la cara con las
manos. Entonces, huyó. Nunca leyó los periódicos. Nunca supo lo
que había provocado con su último intento de robo, que por primera
y última vez fracasaba .
Antes de un año, el hombre moreno se tiró por la borda del barco
pesquero. No podía dormir. Cada vez que el cansancio lo vencía , los
gritos de la niña lo despertaban bruscamente, y la delgadez de su
cuerpo, que vomitaba todo lo que tragaba a duras penas, no le
permitía trabajar en el duro oficio de pescador.
Ilustración: Pau. escapulanews.blogspot.com.es