viernes, 11 de octubre de 2013

Clara



        Llevo años dando vueltas a una idea terrorífica. Solo tiene forma en mi mente, pero hasta anoche no conseguí un comienzo para arrancar la novela. Ahí va, espero que me digáis si os gusta. (Se acepta el facebook solo a los que no tenéis cuenta en Google)
     
                                                                                   1993

CLARA

Había llegado la hora del crepúsculo. Clara jugaba entre las tumbas, recogiendo pequeñas flores cuya savia manchaba de jugo verde su manita. No se dio cuenta de cómo el sol iba menguando tras las montañas, y las sombras se alargaban sobre ella.
Era solo una niña pequeña y cantarina, un manantial de vida fresca al que los muertos que allí yacían hubieran envidiado de saber que se paseaba entre sus huesos.
Ahora la luz rojiza de los últimos minutos lo invadía todo, y los colores marfileños de las lápidas, esculturas y ramos de flores marchitos tomaban un tono rosado cada vez más oscuro.
Un soplo de viento le alborotó el pelo, y la niña se lo apartó levantando la cabeza. Entonces se dio cuenta del cambio, y contempló fascinada el espectáculo. Todo el cementerio era de color rosa, incluída ella y su vestidito blanco. Pero el sol continuaba bajando inexorable y todo se volvía oscuro. Entonces se asustó un poco, dándose cuenta de que se estaba haciendo de noche y debería volver a casa a oscuras. Se giró para salir corriendo hacia la salida, tropezó con la raíz de un rosal y cayó de bruces. Las flores que llevaba en la mano saltaron esparciéndose a su alrededor, y Clara se echó a llorar. Le sangraban las rodillas y las palmas de las manos.

A la entrada de la casa, el abuelo, con una mano haciendo visera sobre sus ojos para protegerlos de la rabiosa puesta de sol de otoño, buscaba a su nieta llamándola, volviéndose en todas las direcciones. Pasaban los minutos, y Clara no aparecía. Volvió al jardín que ya había revisado, la volvió a llamar, y salió de nuevo fuera del recinto de la casa de campo. Miró hacia la derecha, hacia el sendero que se perdía cuesta arriba y que cada vez menos transitado y más cubierto de altas hierbas, acababa dos kilómetros arriba cortado por la carretera que pasaba frente al cementerio del pueblo.
Una cabeza asomó al fondo de la cuesta. Entornando los ojos, llamó a Clara alzando una mano, gesto que la niña le devolvió. Por un segundo, justo antes de parpadear, creyó ver otra figura junto a la de su nieta. Solo un instante. Debían ser las sombras. Avanzó un paso conteniendo el parpadeo, pero solo pudo ver como la niña se volvía a su izquierda levemente, y luego emprendía una alocada carrera hacia sus brazos mientras sollozaba de alivio y dolor por sus heridas. Al levantarla en alto, Clara aún se volvió a mirar hacia atrás por última vez.
-Clara, ¿de dónde vienes? ¿Qué te ha pasado?
Y la niña, por primera vez en sus ocho años, mintió conscientemente. Los abuelos no debían saber que sus paseos la llevaban tan lejos, a su lugar secreto y favorito, o no la dejarían volver.
Le contó entre sollozos, enseñando al abuelo las palmas de sus blancas manitas, ahora sucias y con la piel levantada y sangrante, que había llegado justo hasta donde él la había visto, y se había caído al tropezar con una piedra. El abuelo le preguntó si había alguien con ella, y la niña negó con la cabeza gacha.
-¿No has visto a nadie, ni un vecino paseando, ni nada?
-No, no he visto a nadie.
-Clara, no quiero que vuelvas a salir del jardín. Y no se lo diremos a la abuela o nos la cargamos los dos, tú por desobediente, y yo por no haberte vigilado mejor. Creí que ibas a ayudarme a coger almendras del árbol para tostarlas. Ya has visto lo que les pasa a las niñas que se alejan de casa, ahora vamos a curarte esos arañazos.

Al día siguiente el abuelo hizo instalar un sistema de apertura de la verja de entrada por control remoto. Se acabó la puerta abierta de par en par, deberían haberlo hecho antes.
Lo que los abuelos no podían sospechar, era que Clara salía de la finca directamente al sendero cien metros más arriba, por una pared que la lluvia había desmoronado y que quedaba cubierta de la vista tras los setos que la rodeaban.
Cuando la abuela, al cabo de unos meses la llevó consigo al cementerio a depositar un ramo de rosas blancas sobre la tumba de su hija, la niña se soltó de su mano, y alegremente se plantó sonriente ante la lápida saludando:
-¡Hola mami!


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