jueves, 11 de abril de 2013

La casa de los abuelos 3


    




     
       -¡Michelle! Deja ya de decir tonterías. Ven conmigo, te enseñaré tu cuarto.- Me llevó por un 

pasillo hasta una habitación. Ahora que las ventanas estaban abiertas la casa no daba tanto

miedo. Era una habitación infantil, con una cama grande. La colcha era de un rosado salmón,

igual que las cortinas y los tapetes de ganchillo que había sobre la mesilla de noche y la

cómoda. Mamá me iba enseñando las cosas que había, sus viejas muñecas, sus cuadernos,
 

incluso ropa en los cajones. Eran las cosas de cuando ella dormía en aquella habitación. Una

puerta frente a la cama estaba abierta. Mamá me dijo que fuera con ella. Aquella era la

habitación que había sido de María, me contó. Allí no había pertenencias de nadie. Sólo los 

muebles y un armario vacío

-Esta será mi habitación. Así estaremos cerca. Bueno, vamos a comer un poco, la sopa se va a enfriar.


     -Después de comer, nos tumbamos en el sofá, mamá puso las noticias en la tele y yo cerré los ojos. Estaba cansada. Olía a detergente, a pintura de pared, limpiamuebles y a madera vieja. Se lo dije a mamá, y ella susurró que era porque habían tenido que limpiar mucho para quitar el polvo y la humedad. Me quedé dormida. Cuando abrí los ojos, mamá me estaba acariciando el pelo y me sonreía.

     -¿Quieres que bajemos a ver a Christine y Jean?

     Di un salto y me puse los zapatos. En el recibidor de abajo, además de la puerta de cristal que daba a la calle, había otra que comunicaba con el estanco. Mamá dió unos golpes con los nudillos, y enseguida se oyeron unos pasos acercándose. Jean abrió la puerta y saludó a mamá con dos sonoros besos en las mejillas. Luego me levantó en brazos tan por sorpresa que me hizo reír.

     -¡Cada día estás más grande! Dentro de poco no podré hacerte esto o me romperé la espalda.

     Mamá ya había pasado al estanco, y los tres seguimos hacia la trastienda que comunicaba éste con la vivienda. Christine estaba en la cocina, y un aroma a café me hizo sentir bien por primera vez en todo aquél día. Cada mes, cuando acompañaba a mamá a cobrar el alquiler a Jean y Christine se repetía esta escena, siempre después de comer, antes de que abriesen el estanco.
     Además de inquilina, Christine y mamá eran amigas de la infancia. Fue Christine quién hacía once años le propuso a mamá comprarle toda la planta baja de la finca, que también tenía entrada directa por la calle de al lado. Pero mamá no accedió a vendérselo por consejo del tío Fabien. Mamá y papá tenían problemas en su matrimonio desde el primer día de casados, y el tío quería asegurarse de que si algún día mamá se encontraba en la necesidad, tendría la propiedad de la finca entera. Fue él quién le dijo que alquilar era una buena opción, y un ingreso fijo para ella, además de que le beneficiaría la remodelación que se haría en el viejo y cerrado estanco. También le propuso que si le parecía bien, podía alquilar el piso, pero los posibles inquilinos siempre se echaban atrás al verlo tan antiguo, y mamá no tuvo nunca interés en hacer lo que ahora había hecho para habitarlo nosotras. Mamá pagaba a Christine por las molestias de enseñar el piso y contratar una limpieza general una vez al año. Cada mes, desde el año en que yo nací, una tarde íbamos hasta allí y pasaban cuentas, tomaban café, fumaban y reían o se contaban confidencias. Mamá algunas veces lloraba hablando de papá. Supongo que si yo no estaba, aún lloraba más.
     Papá era director de un banco. Ganaba mucho dinero. Desde que yo era pequeña, ellos se peleaban, sobre todo por las noches en su cuarto, con la puerta cerrada. Yo no pasaba mucho tiempo con él, siempre estaba con mamá. Empezar a ir al colegio fue un trauma para las dos, mamá lloraba más que yo, y papá también le gritaba por eso. Yo tenía seis años pero aún lo recordaba.
     Una o dos veces al año venía de visita el tío Fabien, y se quedaba en casa. Mamá y él hablaban mucho. El tío tenía su única residencia para las pocas ocasiones en que se tomaba unas vacaciones en la parte de la herencia que le había tocado de los abuelos, una casa de campo a las afueras de la ciudad. Era soltero, y nosotras su única familia.
     Tras el divorcio, papá pasaba una pensión a mamá; eso y el alquiler eran nuestra fuente de ingresos. Mamá no trabajó nunca, como muchas mujeres de su época que provenían de familias acomodadas. De todos modos, padecía de migrañas que a veces la mantenían dos días yendo de la cama al sofá, vomitando todo lo que comía y apagando las luces de toda la casa. En esos días, ni siquiera yo parecía existir para ella.

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