lunes, 22 de abril de 2013

María 5


   
 Y pronto comprendí que aquellos niños eran más míos que de nadie. La madre, cegada por su propio dolor, no soportaba sus juegos, sus gritos ni sus llantos. Se pasaba el día en el estanco, donde fingía alegría con los clientes, o en sus tareas humanitarias con otras mujeres de su posición social. Entre todas ellas, Rose era la más admirada por haber salvado de la muerte o, aún peor, de un campo de refugiados a una fugitiva de la Guerra Civil Española. Por haberla acogido en su casa y haberle proporcionado un trabajo. Por supuesto, yo no cobraba sueldo. Tenía techo, comida y una vida nueva. A mí tampoco se me hubiera pasado por la cabeza pedir nada.
     Y así pasaron once años. Un día, de pronto, todo cambió.
     No pensé que pudiera estar embarazada hasta que lo dijo ella. Yo jamás miraba mi cuerpo, que según la temporada, engordaba o se afilaba. A veces, Charles se olvidaba un tiempo de mí. Siempre imaginé que alguna otra lo tenía entretenido cuando, de repente, dejaba de venir a mi cama por las noches durante meses. En ese tiempo, yo comía más y ganaba algunos kilos, que perdía rápidamente en cuanto los abusos a los que me sometía el señor volvían a reanudarse.
     Un día, Anne entró en mi cuarto mientras me vestía y se quedó mirándome. Tiró de mi falda hacia abajo, y puso su mano en mi vientre, que ya empezaba a abultarse. Creo que lo comprendimos las dos a la vez. Rompí a llorar, mientras ella se dejaba caer sobre mi cama. Me dijo que me callase, que no la dejaba pensar. Salió de mi habitación,y desde la puerta me ordenó que empezara a recoger mis cosas y preparara a los niños para salir. Al cabo de unos minutos, entró con una pequeña maleta de viaje, la tiró sobre mi cama y salió otra vez sin mirarme. No había pasado una hora cuando bajamos y le dijo alegremente a su marido desde la puerta que nos íbamos a visitar a una amiga, y que estaríamos de vuelta antes de anochecer. Yo la seguía en silencio, empujando el cochecito de Fabien y con Rose saltando a mi lado. Anne llevaba la maleta con las pocas cosas que había podido meter en ella.
     Dejamos a los pequeños en casa de una amiga de la señora. Les besé mil veces antes de que salieran a recibirlos. En cuanto enfilamos calle arriba hacia la estación, las lágrimas corrían por mis mejillas sin poder ni querer evitarlo. La señora me compró un billete para Barcelona. Me preguntó si era allí donde pensaba quedarme. Le respondí que no, que suponía que mejor ir a mi isla. Ella se volvió a acercar a la ventanilla, habló con el vendedor, y luego, mirando alrededor, me empujó un poco para que no la vieran, y sacó un fajo de billetes. Me los puso en las manos, y me dijo que al llegar a Barcelona yo ya tendría que arreglármelas, que aquel dinero era un pago por mis servicios y que esperaba que lo administrase bien.
     Anne empezó a dar media vuelta, pero yo la cogí por el brazo y la retuve. Le rogé que cuidara muy bien a “mis niños”, que fuera cariñosa, y que no dejara que me olvidasen. Le di las gracias por su bondad conmigo y por aquellos años. No sabía qué más decir, las palabras me fallaban, y su mirada fría y desdeñosa me obligaba a seguir farfullando como un condenado ante su verdugo pidiendo clemencia. Ella intentó volver a soltarse de mí, y yo perdí los nervios. Lloré, y le supliqué que no me alejara de sus hijos, que yo no quería irme a España. A lo lejos silbó un tren que se acercaba. Anne a su vez me cogió la mano y me clavó las uñas.
     -Ahí llega el tren. Vete, vete y no vuelvas jamás.- Y soltándose de mi mano, me dio la espalda y se alejó a paso rápido, sin volverse a mirar atrás.
     Seguí llorando hasta que el sueño y el traqueteo del tren me adormecieron. Casi no recuerdo nada de aquel viaje. Pisé suelo español por primera vez en once años, y al principio no podía expresarme en mi propio idioma. Hacía tanto que no lo hablaba que hasta había dejado de pensar en español. Recuerdo el barco que me trajo hasta aquí. La larga travesía de noche, el olor del mar. Desembarqué ya por la mañana en el puerto de Palma, y anduve vagando por las calles todo el día. Sabía cuál era mi destino, y dónde debía dirigirme a continuación. Así que mis pasos me llevaron de nuevo a una estación de tren. Llegué a mi pueblo, aquel pueblo que me había desterrado tantos años antes, y las lágrimas, esta vez por el recuerdo de la guerra y de mis familiares perdidos, volvieron a enfriar mi rostro. Estaba ardiendo, debía tener fiebre. El hospicio se encontraba allí. Al final de la larga avenida, en dirección a la carretera, como un vigilante que advirtiera a los habitantes el hogar que les esperaba si se salían de las normas de la sociedad. Allí, una prima lejana era la Madre Superiora que dirigía el asilo, y el lugar dónde yo esperaba quedarme, si mi prima se compadecía de mí. No tenía otro sitio a dónde ir, ni sabía con seguridad si ella seguiría ejerciendo ese cargo después de tantos años y las cosas que habían ocurrido. Pero en la Isla de la Calma nunca cambia nada. Todo permanece, todo se repite.
     Mi prima me recibió al principio con alegría, me dijo que todos creían que habría muerto en algún campo de refugiados francés, y estaba feliz de verme de vuelta, y ofreciéndome una habitación a cambio de trabajar allí. Pero cuando llegamos al punto en que tuve que confesarle mi estado, su rostro se transformó. Me dijo que debía pensar, por el bien de la Comunidad, el suyo, y el mío propio. Aquello no me sonó nada bien. Me acompañó a una habitación en el piso superior,  me ofreció que me instalara y que no saliera hasta que ella volviese después de hablar con el capellán del asilo. Lo siguiente que recuerdo es muy confuso. Sé que estaba enferma, por el agotamiento y mi estado, y la fiebre me alejaba y acercaba a la realidad en olas confusas de rostros y voces. Monjas vestidas de azul que me daban de comer, me ayudaban a ir al baño, y rezaban conmigo. No recuerdo cuanto tiempo pasó, quizá un mes, quizá fue más. Un día, mi prima entró en la habitación, y me encontró vestida y contemplando el huerto que abastecía de verduras y frutas al lugar.. Se acercaba verano.
     Me indicó que me sentara a su lado, y me contó lo que habían planeado de acuerdo con el capellán. Me haría pasar por una francesa (no podía recuperar mi acento español, y muchas palabras se me habían olvidado y sólo me salían en francés) que había enviudado estando embarazada, sin familia ni medios para volver a mi país. No debía dar más explicaciones. Mi hijo y yo podríamos quedarnos así en el hospicio. Yo trabajaría en la cocina y la lavandería.
     Al oír esto, me tiré al cuello de la Madre Superiora riendo y llorando a la vez. Ella me sonreía. Le di las gracias y ella sólo me pidió discreción, y que rezara con ellas, las Hermanas, por mi salvación y la del hijo que llevaba en mi vientre. Así lo hice a partir de aquel día. Totalmente recuperada, me dediqué a trabajar en todo lo que se me ordenaba, asistía a los oficios en el banco de atrás y rezaba mucho. También me ofrecí a cuidar por las noches a los enfermos graves que llevaban allí recogidos de la calle, y que a veces sólo habían esperado un lecho para morir bajo nuestros cuidados y las oraciones que les proporcionábamos, si no por sus tristes vidas, por sus almas que se escapaban sin remedio.



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