sábado, 20 de abril de 2013

María 4





Caí sobre un colchón de trigo. Al principio no quería moverme, no quería saber cuántos huesos podía haberme roto, pero sólo notaba los rasguños en la piel de las piedras más grandes. Los soldados sabían lo que hacían. Había pagado un precio, sí, pero seguía viva. Me levanté lentamente y me sacudí. En algún punto del viaje había perdido mi equipaje, la poca ropa que llevaba en un pañuelo de cruadros atado por las puntas. Y el dinero... se lo había dado al soldado francés. No tenía nada. A lo lejos oía el tren. Decidí seguir las vías. Caminé todo el día. Las suelas de mis zapatos estaban ya tan gastadas que tenía los pies ensangrentados de ampollas además de helados. Al caer la noche, al otro lado de la vía distinguí un sendero, y unos cientos de metros más adelante, el sendero se convirtió en camino. Así llegué a Perpignan, sucia, muerta de frío y de hambre, y vagué por las calles hasta encontrar un portal donde cobijarme. Me arrinconé todo lo que pude, y me dormí. No sé cuánto tiempo pasó. Abrí los ojos al llegarme el olor a tabaco de una pipa, y ví a un hombre corpulento que me miraba fijamente. La puerta del local estaba abierta y ví que se trataba de un estanco; el hombre estiró la mano que sujetaba la puerta y me la tendió. Me levanté como pude. Me hablaba en francés. Le dije que no le entendía, y él me hizo un gesto para que le siguiera. Sólo fueron unos pasos. Cerró con llave el estanco, y me señaló una puerta abierta a la derecha. Por allí subimos a una vivienda decorada con lujo. Estaba caldeada y olía a comida.
     Aún faltaban dos años para que los habitantes de Perpignan vieran con horror la marea de españoles huidos que desfilaban por sus calles, mientras ellos se defendían de aquel “ataque”sin armas cerrando a cal y canto sus casas, insultando y apedreando por el miedo a verse desbordados. Aún, una mujer sola, desamparada y desnutrida era objeto de la compasión de aquellos tranquilos franceses de la costa. Aún no sabían lo que estaba por venir. Eso me salvó.
     El matrimonio me acogió como sirvienta primero, y más tarde fui niñera de los pequeños Rose y Fabien cuando llegaron al mundo. Y mi vida pasó a ser aquella. Aprendí el idioma con libros que Charles me proporcionó, y con su ayuda. La señora, tras los partos, se fue volviendo arisca y malhumorada. Ella sabía adónde iba su marido por la noche, cuando en lugar de a su propio dormitorio se dirigía a otro. Al mío. Desde el embarazo de la pequeña Rose, cuando, supuse, ella le negó lo que él vino a buscar bajo mis sábanas, con el poder que le otorgaba el saber que posiblemente le debía la vida. Ese era el secreto del hogar de la familia Gérard.

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