jueves, 18 de abril de 2013

María 2


Jamás imaginé que aquello no había sido más que el principio para mí. Una noche, cuando ya me estaba durmiendo, llamaron a la puerta. Me senté en la cama con el corazón desbocado. Oí gruñir al perro y a alguien calmándolo. Volvieron a golpear la puerta con los nudillos :
     -¡María!
     No reconocí la voz, pero era alguien conocido, si no el perro no lo hubiera dejado ni acercarse.
     Me eché el chal sobre los hombros y encendí el candil. Quité la barra de madera que atravesaba el portón y abrí. Eran dos primos míos, que entraron rápidamente cerrando mientras miraban por encima del hombro. No me dejaron ni abrir la boca. Uno me llevó a la silla más próxima y me obligó a sentarme.
     -María, te tenemos que dar una noticia muy mala. Se han llevado a tu hermano, lo han sacado de la cama a rastras, yo lo he visto desde mi ventana, pero eran muchos hombres armados y me he quedado paralizado, no he podido ni moverme hasta que ya no se oía nada. Pero supongo que todo el pueblo lo ha visto como yo. He saltado por el corral y he ido a buscar a mi hermano. Espero que nadie nos haya visto.
     -Pero, ¿qué van a hacer con él? ¡Tengo que ir a verlo! ¿Dónde se lo han llevado?
     -María, cuando veníamos hacia aquí, hemos oído tres tiros. Lo han asesinado, como a todos.
     Yo estaba paralizada por el miedo. No pensaba ni sentía nada. Ellos seguían hablando en voz baja, pero yo no los escuchaba.
    -¡María! ¡María, escucha! No puedes quedarte aquí. Vamos a meterte en el carro, te taparemos de paja y el perro encima. Recoge ropa, de prisa.- Un zarandeo me hizo reaccionar y me levanté a hacer lo que me decían. Mi primo seguía hablando:
     -Te llevaremos al puerto. Los dos hemos cogido el dinero que teníamos guardado y te compraremos un billete para Barcelona. No tenemos mucho más que para eso. ¿Tú tienes algo?
     Me dirigí al colchón de lana y saqué el sobre donde mi marido me había dejado todo el dinero del que disponía antes de irse para siempre. Se lo alargué.
     -No sé cuánto hay. No he necesitado nada, con el huerto y la venta de los huevos me arreglo.- Mi primo echó un vistazo dentro del sobre.
     -Es poco, pero para unos meses te bastará. Guárdatelo bien.
     Me ví en la negrura de la noche. Un relámpago cruzó el cielo. Y otro. Después, un trueno lejano. Me llevaban a su granero, donde el mulo dormía. Levantaron la paja del carro, pusieron un manta y me ordenaron tumbarme. Me cubrieron con la manta como si fuera un sudario. Luego sentí cómo echaban paja sobre mí, y cómo llamaban al perro y lo hacían subir al carro. Oí al mulo quejarse por ser molestado a esas horas de la madrugada. Nadie volvió a hablar. El carro enfiló por la carretera, camino al puerto. No veía los rayos, pero sí oía los truenos cada vez más cerca. Al cabo de una hora empezó a llover. Aunque la paja y la manta me habían hecho sudar, ahora la lluvia empezaba a enfriarme. Con mucho cuidado, me tumbé de lado porque el agua me mojaba la nariz. El pobre perro se arrebujó contra mí buscando calor, pero yo no podía moverme para abrazarlo, estaba envuelta en la manta. Sentí pena por él, y las lágrimas corrieron por mi cara mezclándose con la lluvia.  
     Poco a poco, se empezó a oír ruido de más carretas, más perros, y también sonidos humanos. Había dejado de llover, pero yo estaba empapada. Noté unos golpes encima de mí:
     -María, ¿duermes?
     -No. ¿Dónde estamos?
     -Ya cerca del muelle. Escucha, no te muevas hasta que nosotros te lo digamos. Vamos a buscar el barco que zarpa a Barcelona, cuando esté todo listo vendremos a buscarte.
     Al fin, el carro dejó de zarandearme y se quedó quieto. Estaba tan cansada que me dormía sin querer, pero una sensación no me acababa de dejar. Al poco, la sensación se transformó en dolor sordo en el vientre. Me estaba orinando. Cuando no pude más, lo dejé salir. Estaba empapada, y de todos modos ya olía mal, a paja por arriba, y a los pasajeros habituales del carro, por abajo. Los cerdos que vendía mi primo.
     Oí unas voces que se acercaban y el perro ladró. Entonces me llamaron y empezaron a apartar paja de mi cuerpo. Al quitarme la manta, vi que despuntaba el día y el frío que sentí me hizo temblar. Aún llovía, aunque estaba amainando. Mis primos se colocaron cada uno a un lado, sosteniéndome. Me dijeron que ya estaba todo arreglado y llegamos a la pasarela del barco más grande que yo pudiera haber imaginado. El barco partiría por la tarde, pero debía embarcar ya, no podía quedarme en el muelle, y ellos tenían que volver al pueblo haciendo ver que lo que habían llevado al puerto era un cargamento de lechones para vender. Yo seguía soñolienta, todo pasaba por delante de mí como cortado. Mis primos se despidieron con abrazos e instrucciones. Ellos sabían lo que debía hacer un fugitivo de la isla. Por lo visto, yo no era la primera. Lo siguiente que recuerdo como una pesadilla en un acceso de fiebre fueron las largas horas, la eterna travesía que me llevó a Barcelona.
     

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