martes, 16 de abril de 2013

María 1



Cuando tenía veintidós años y estalló la Guerra Civil, yo era una recién casada tan inocente que no entendía nada de lo que estaba pasando a mi alrededor. En mi pequeño pueblo todos parecían pertenecer al mismo bando, el de los Republicanos, incluidos mi esposo y mi hermano, que era además el alcalde. Se reunían y hablaban de cosas que me daban miedo; ataques, armas, persecuciones...
     Una noche, muy tarde, llegó mi marido de la casa de mi hermano, donde habían estado haciendo planes para cuando llegaran los que habían asaltado nuestra pequeña isla y que iban adentrándose y arrasando en todos los pueblos de pacíficos campesinos, pescadores o comerciantes en su mayoría que no habían tenido nunca demasiado interés en los problemas políticos de la península.
     Yo dormía, cuando noté cómo me acariciaba la mano. Me sobresaltó, ya que en lugar de estar en la cama, estaba con la rodilla hincada en el suelo, vestido y con una mochila que yo nunca había visto en el regazo. Me dijo que debía ir a luchar, que no podíamos dejar que nos destrozaran la isla sin defendernos. Yo lloré, me negué, le supliqué... todo en vano. La mitad de los hombres jóvenes se iban. Lo estaban esperando a las afueras del pueblo. Me dijo que mi hermano cuidaría de mí, y que pronto volvería.
     Nunca volvió. Nunca recibí una carta con noticias suyas, ni un comunicado de su fallecimiento. La noche que mi flamante marido salió de nuestro humilde hogar desapareció para siempre en las fauces de aquella guerra absurda entre hermanos y vecinos.
     Al cabo de un mes, el mundo se había vuelto loco. Mi mundo, mi pequeño pueblo. Todos contra todos. Yo no comprendía nada. La gente murmuraba a mi paso, se alejaban. Le intentaba preguntar a mi hermano, que casi no salía del pequeño Ayuntamiento si podía explicarme lo que estaba pasando. El estaba irritable, nervioso y asustado. Me sentía en una pesadilla sin fin. Y la pesadilla no hacía más que empeorar.
     Al fin, un día mi hermano me dijo que había una conspiración contra él. Me lo tuvo que explicar con mucha simplicidad para que yo lo entendiera. Yo no podía creer lo que estaba oyendo. Nuestros propios vecinos, amigos, parientes lejanos... ahora se convertían en extraños. Quien tenía rencillas por una tierra, por una herencia, por un amor despechado...lo usaba como venganza denunciando en falso, desde el anonimato, desde la sombra. No se sabía exactamente a quién eran leales. Como un as en la manga. Como un juego feroz. Como si una maldición bíblica hubiera caído sobre el país, y las personas de buen corazón se hubieran vuelto monstruos sin sentimientos, luchando sólo por estar en el bando correcto en el momento de la victoria. Sólo importaba sobrevivir a cualquier precio, y los habitantes de los pueblos llevaban casi en secreto en qué bando estaban luchando sus hijos, hermanos o maridos en el frente. Así recuerdo yo la guerra desde el mundo en el que yo viví el infierno. Hace unos pocos años, conocí a un hombre que con muchísimo sentido del humor me contó que cuando empezó la Guerra, se alistó junto a su hermano para huir de un asunto de faldas. Eso ocurrió en Madrid, y el culpable del asunto era su hermano. El tenía diecisiete años, y fue su padre quién le obligó a no separarse de su hermano hasta que el revuelo hubiera pasado. Le daban más importancia al sospechoso embarazo de una joven que a la guerra a la que nadie daba más de un mes de duración. Las vivencias de este señor dieron para escribir una novela,  creo que se llamaba “las cinco Banderas” pero de lo que él se burlaba era de que tardó veinte años en saber en qué bando se había alistado el día que salió a la aventura tras el casanova de su hermano mayor.
     Así era como vivieron la Guerra Civil los pueblerinos, los inocentes, los que nunca creyeron que fuera posible tanta maldad en el ser humano hasta que aquella epidemia se apoderó de todos y no había un sólo lugar dónde refugiarse de ella.

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