lunes, 15 de abril de 2013

La casa de los abuelos 6


Los días pasaban. Yo seguía yendo a mi antiguo colegio, y me iba acostumbrando a la nueva casa. Papá no llamaba nunca, y mamá se enfadaba diciendo que era increíble que no recordara que tenía una hija. Mientras, las reformas en el piso continuaron. Mamá compró muebles modernos, hizo cambiar el papel pintado de las paredes y reformar la cocina y el baño.
     A veces, por las noches, la oía llorar en su habitación. Una noche me metí en su cama, y le pregunté si lloraba por papá. Me dijo que no, que lo que le pasaba era que desde que habíamos llegado le venían muchos recuerdos de cuando era niña y se ponía triste.
     Había días en que ni siquiera se vestía, se pasaba el día con el pijama puesto, sin comer ni ducharse, y algunas veces la descubrí hablando sola. Tenía días buenos y días malos. Christine se comportaba con ella como si fuera su hermana, lo cual era una suerte, porque no teníamos a nadie más.
    Una noche, muy de madrugada, la oí gemir y me asomé a la puerta de su habitación. Estaba hablando en sueños. Me acerqué más a su cama para entender lo que decía.
     -No, papá, no... por favor, me haces daño...¡Mamáaaa!
     El grito me tomó por sorpresa y grité yo también. Eso la despertó. Tenía la cara húmeda, de sudor y de lágrimas. Me miraba sorprendida, sin saber muy bien dónde estaba. Me preguntó qué pasaba.
     -Estabas llorando...
     -¡Ay, mi pequeña!, ven, acuéstate aquí conmigo...- y me destapó el lado de la cama que no ocupaba para que me metiese. Al sentarme, me invadió una sensación rara, como si un trozo de hielo hubiera ocupado el lugar. Me levanté de un salto.
     -Mamá, la cama está helada.
     -A ver...- dijo poniendo su mano, y la retiró al instante como si se hubiese quemado. -¿Ves?- Forzó una sonrisa. Por eso he tenido una pesadilla, debía tener frío. Vamos las dos a tu cama.
     En seguida estuvimos acurrucadas bajo el edredón, y mamá dormida, con la ayuda de los somníferos que yo la veía tomar cada noche después de lavarnos los dientes. Esa noche tardé en dormirme, y cuando lo hice, creo que mamá me debió traspasar su pesadilla, porque yo tuve la primera de mi vida. Soñe con un hombre alto con bigote, que se metía en mi cama en el lugar de mamá y me tapaba la boca con una mano enorme. En el sueño, yo intentaba gritar y no podía.
     Al día siguiente, cuando volví del colegio, encontré a mamá y a Christine sentadas en el sofá. Mamá tenía un pañuelo en la mano, que estrujaba sin cesar, y no me atreví a darle un beso cuando ví su cara hinchada de llorar. Christine se hizo cargo de la situación. La acompañó a su cuarto, la metió en la cama y me llevó abajo con ella para que mamá descansara.
     Después de prepararme un chocolate y un croissant, se quedó sentada frente a mí pensativa.
     -Mamá tiene pesadillas.
     -Si, Michelle. ¿Anoche tuvo una?
     -Si, lloraba y le decía a su papá que no le hiciera daño. Luego vino a dormir conmigo, porque en su cama hacía mucho mucho frío, ¿y sabes qué pasó? Que me dormí y yo también tuve una pesadilla. Soñé que un hombre que estaba tan frío como la cama de mamá me tapaba la boca y...
     Un movimiento nos hizo darnos la vuelta. Era Jean que se asomaba.
     -¡Ey!, ¿No hay chocolate para mí?
     Christine le respondió que sí señalando el cazo que reposaba sobre la mesa. Se levantó a coger una taza para su marido. Entonces, detrás de dónde había estado ella, lo ví. Jean se sentó a mi lado y me cogió la mano.
     -¿Qué miras, Michelle?
     -Al niño. Míralo, está ahí.
     -Michelle, no hay ningún niño aquí...
     -Sí. Pero parece que solo lo veo yo.-  Eso era algo que había descubierto desde la primera vez que vi al niño. Jean y Christine se miraron. Ella se volvió a sentar, dejando sobre la mesa una taza y una cuchara para su marido, y luego me cogió la mano.
     -Michelle, tienes uno de ésos amigos imaginarios que asustan a los mayores, pero tú también empiezas a ser mayor. Si quieres, puedes contarnos a nosotros todo lo que quieras, y dale permiso a tu amigo para irse. El no puede ayudarte con tus problemas, todo lo que hables con él sólo existe en tu imaginación. Lo entiendes, ¿verdad, cariño?
     -Pero yo no hablo con él. A lo mejor me lo imagino, vale, pero es muy pequeño para hablar. Sólo me mira y se esconde. Y lleva puesto un camisón muy raro, como los que les ponen a la gente que va al hospital. Yo nunca he ido, pero salen en las películas.
     -Pero entonces, quizás sea que has visto alguna película que no debías y ahora te imaginas a ese niño, ¿no es posible?¿has visto alguna película en que saliera un niño o un hospital, Michelle?
     -No. No me gustan las películas, sólo los dibujos animados. También pasan otras cosas, y no me las imagino. Pasan de verdad.
     -¿Qué cosas?- Intervino Jean por primera vez.
     -A veces las puertas se abren y se cierran solas, y también las luces. La puerta que sube al trastero se abre siempre, aunque mamá cerró con la llave y la metió en un cajón, pero se sigue abriendo sola. Mamá me regaña porque cree que soy yo, pero a mí me daría miedo subir. Arriba hay muebles viejos y polvo, y la bombilla se enciende y se apaga todo el tiempo.
     Mientras Christine, Jean y yo tomábamos chocolate caliente y croissants en su cocina y yo por fin les contaba las cosas que me asustaban, en el piso de arriba mi madre intentaba suicidarse por primera vez. Fue Christine quién la encontró al ir a ver si aún dormía, y vio sobre la sábana los frascos y blisters abiertos de todos lo medicamentos que se había tomado. Salvó la vida, y por fin, mi padre acudió, a la vez que mi tío Fabien. Escuchando mientras fingía dibujar, supe que habían discutido por mi culpa. Por lo visto papá quería llevarme a un colegio interna, ya que él no podía cuidar de mí y decía que mamá estaba loca y que yo no podía vivir con ella, y el tío Fabien le llamaba cosas malas, y le aseguraba que si lo intentaba lo mataría, y que se fuera y nos dejara en paz.
     Por lo visto, este consejo fue el que papá decidió seguir. Al cabo de una semana, cuando mamá ya estaba lo suficientemente recuperada, papá se despidió de mí y se volvió a marchar. El tío Fabien se quedó una temporada con nosotras. Estuvimos con él en la casa de  la playa, dimos largos paseos, y mamá empezó a comer y reír poco a poco. Un día nos dió la noticia de que se retiraba del trabajo. Iba a quedarse allí, y así estaríamos los tres juntos. Los años siguientes fueron muy duros, y yo comprendí con agradecimiento mientras me iba convirtiendo en una adolescente lo mucho que nos quería el tío. Sacrificó su carrera siendo aún joven por mamá, que intentó suicidarse dos veces más.
     Hace doce años fue la última. No lo consiguió, pero tras una prolongada estancia en un 

psiquiátrico, la llevamos a casa con un tratamiento que la convirtió en poco más que una 

máquina de comer y dormir. Recuerdo ese día. El tío Fabien y mamá, cada uno en un sillón del 

salón. Yo recostada en el sofá. Estábamos aliviados de tenerla en casa. Mamá, con voz de 

autómata, nos pidió perdón. No lloraba. Los medicamentos se ocupaban ahora de impedir 

que su alma atormentada tomase el mando de su vida.

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