domingo, 14 de abril de 2013

La casa de los abuelos 5


    
 Michelle dibujaba tranquilamente mientras Christine se hallaba sumida en sus recuerdos. Jean y ella llevaban diez años viviendo allí, y ahora volvía Rose por sorpresa con su hija. Tenía la impresión de que algo no estaba bien, de que el piso debería haberse quedado como estaba. Ella no era una persona asustadiza, y menos Jean, pero sobre todo los primeros años, habían subido juntos muchas veces tras oír extraños sonidos arriba. A veces, estando ya en la cama por la noche, se oían pasos y puertas que se abrían o cerraban. Al principio pensaron que debían ser ruidos normales, que en su inquietud por tantas novedades confundían. Pero una noche oyeron un grito. Un grito de mujer. Un golpe a continuación. Se quedaron inmóviles. Christine sintió como toda la sangre de su cabeza la abandonaba y no podía hablar. Fue Jean quién saltó en la cama, encendió la lamparilla y se miraron con los ojos desencajados. Decidieron llamar a la policía, estaba claro que en el piso de arriba había alguien. Cuando los agentes llegaron, les abrieron la puerta interior, y por orden suya se quedaron esperando abajo. Ahora sí reconocían los pasos y las puertas abriéndose y cerrándose. Christine apretaba tan fuerte el brazo de su marido que le clavaba las uñas. El le separó los dedos suavemente y le asió la mano mientras murmuraba que se tranquilizara. Los agentes bajaron, entraron en el estanco y Jean cerró con llave la puerta de acceso al piso. No había nadie arriba. Había unas ventanas abiertas que posiblemente fueran las culpables de los portazos, por alguna corriente de aire. Aparte de eso, no había nada fuera de lugar. Salieron a la calle, y con una linterna alumbraron la cerradura para asegurarse de que no había sido forzada. Nada. Tras rechazar un café que les ofrecieron por las molestias causadas, los policías se marcharon.
     A partir de ese día, no quisieron volver a llamarles. Pero los ruidos continuaron. Cada seis meses aproximadamente, Christine avisaba a dos mujeres que hacían limpiezas por horas. Un día lo dedicaban a limpiar el estanco a fondo, y el siguiente, subían a la vivienda deshabitada, abrían ventanas, quitaban polvo, limpiaban los suelos de madera, y comprobaban que la calefacción funcionara. Christine subía con ellas. A veces las ayudaba, y otras sólo charlaban mientras esperaba a que acabaran para pagarles por su trabajo. La primera vez que vinieron las mujeres fue pocos días después del incidente de la policía. Christine no les contó nada.
   Cuando llegaban, subían con Christine delante para abrirles.  Algunas veces las luces estaban encendidas; lo cual les llevó a comentar que debía haber algún mal contacto en la instalación eléctrica. Por ése motivo, Jean bajaba el diferencial y sólo lo conectaba cuando las mujeres de la limpieza llegaban.  Pero una tarde de invierno en que Christine venía de hacer la compra, al acercarse a su casa vió tras las ventanas del piso una luz que se filtraba, proveniente de la antigua habitación de María. Jean comprobó la palanca de diferenciales, que estaba en posición de apagada, subieron los dos, y no había nada encendido.
     Un día, cuando limpiaban la cocina, las puertas de los muebles se pusieron a golpear violentamente mientras un viento helado las hizo salir escaleras abajo atropellándose para ver quién corría más deprisa. Entraron a la carrera en el estanco, donde los clientes que se encontraban comprando tabaco o revistas en ese momento, supieron con pelos y señales todo los que las limpiadoras contaron. Desde entonces, la casa sobre el estanco estuvo oficialmente embrujada para todos los aficionados a rumores misteriosos. Incluso la peluquera de la esquina, que era aficionada a echar las cartas y quién sabe qué historias más, un día mientras cortaba el pelo a Christine se ofreció a subir con ella al piso y bendecirlo. Le dijo que allí habían pasado cosas terribles, que lo había leído en las cartas. Christine se burló de ella. Cualquiera que fuese de allí sabía que nunca había pasado nada fuera de lo normal, y que todo eran habladurías por los crujidos de un piso cerrado. También la regañó por meterle miedo a ella, que era quién dormía cada noche allí debajo.
     Christine nunca, en los diez años transcurridos, contó nada a Rose sobre el tema. Sabía que su estado nervioso era muy delicado, y según qué historias que a la gente en general le fascina, podría provocar cualquier reacción en ella que Christine no pretendía poner a prueba.
     Desde el día en que Rose y Michelle volvieron a habitar la casa, los extraños ruidos no volvieron a producirse para Jean y Christine. Aunque no dejaban de sentir que sus amigas podían encontrarse en algún sitio no muy seguro.
     Los sucesos que estaban por venir les darían la razón.

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