sábado, 13 de abril de 2013

La casa de los abuelos 4


Jean miró el reloj y dijo que era hora de abrir.  Se levantó y nos dejó. Christine, mamá y yo nos quedamos sentadas a la mesa de la acogedora cocina.  
     -Y bueno, ¿qué os parece vuestra nueva casa?- Habló Christine.
     -Hay mucho que hacer. En cuanto pueda, cambiaré todo el mobiliario y renovaré el baño. Esta tarde llegará el camión de la mudanza, ya debe estar al caer. Michelle me ayudará, ¿eh, cariño?- Dijo mirándome.
     -¿Puedo quedarme aquí, mamá?- Le respondí.
     -Michelle, Christine tiene cosas que hacer...
     -No, Rose, si quiere puede quedarse. Seguro que prefiere dibujar un rato y hacerme compañía, y más tarde subimos a echarte una mano.
     -Bueno, la verdad es que sí. Yo sola me daré más prisa, y esta mañana me ha puesto nerviosa.- Dijo echándome una mirada de reproche. Empujó su silla y se levantó. Christine la acompañó hasta la puerta mientras yo abría mi cuaderno de dibujos y sacaba mis lápices de colores. Luego volvió y se sentó a mi lado en una mecedora, donde tenía una labor de punto que colocó hábilmente entre sus manos, moviéndolas rápidamente. Yo la miraba fascinada.
     -Christine, ¿sabes que en el piso había un niño en camisón?
     -¿Qué dices Michelle?- Respondió dejando la lana en su regazo.
     -Arriba. he visto un niño. Pero mamá no. Se ha escondido.
     -Michelle, arriba no podía haber nadie más que vosotras. Estás cansada y te lo habrás imaginado.
     -No estoy cansada. Pero no me gusta el piso. Es feo. Y mamá está seria. Creo que tampoco le gusta.
     -Mamá está ahora atareada, el piso ha estado vacío muchos años y tu madre tendrá que cambiar muchas cosas. Por eso está seria, cariño, tú no te preocupes, que dentro de poco te gustará.
     -¿Y ahí vivían mis abuelos?
     -Si, claro. Y tu madre y tu tío. Y era el piso más bonito del barrio. Sólo que eran otras modas. Cuando yo era pequeña, iba muchas veces al piso de aquí arriba a jugar con tu madre.- Christine pensó en la mentira que acababa de decir. La verdad es que era Rose quién iba a su casa casi siempre. Recordó alguna de las veces que habían estado arriba los tres, Rose, Fabien y ella. A la niñera, María, con su mezcla de francés y español, que les chitaba para que callasen cada vez que reían demasiado alto o corrían por el pasillo. A la madre de Rose, aquella señora que jamás iba ni siquiera por dentro de casa sin sus tacones y sus labios finos maquillados de rojo, que siempre tenía cara de enfadada, y que los miraba como si en vez de ser niños fueran animalillos ruidosos que le estorbaban. También se apareció en su mente el padre de Rose, aquel hombre del que decían que no fue a la guerra y jamás cerró su estanco porque desde allí manejaba un centro de negocios relacionados con ella. Algunos decían que espionaje, otros, que armas o alcohol. Rumores. Lo que ella y su marido encontraron al recibir las llaves y empezar la limpieza de cachivaches antiguos para adecuar el estanco a sus necesidades, fue un armario camuflado tras un mueble lleno de polvo y cagadas de ratón, en donde había cuatro cajas llenas de tabaco picado por la humedad, puros habanos que debían haberse cotizado a precio de oro en el mercadeo contrabandista, también echados a perder, y algunas pipas y accesorios de fumar. Estos últimos ellos los expusieron con gran acierto en su negocio como adornos, y se acabaron vendiendo como objetos decorativos o de coleccionista.
     La familia de Rose siempre había sido muy extraña. Eran tratados como señores en el barrio, y se comportaban como tales. Rose y Fabien eran dos niños tímidos y callados, que cambiaban cuando salían a la calle, siempre escoltados por la hermosa María, aquella niñera española que cantaba y reía y les daba todo el cariño que a las claras se veía que no recibían de sus padres. María los trataba como si fuera su verdadera madre. Un día desapareció, y jamás supieron qué había sido de ella. Se habló de aquella desaparición durante años, pero los padres de Rose se limitaban a decir que había recibido noticias de su familia en España después de muchos años, que le había dado mucha nostalgia y no pudieron convencerla de que se quedase.
     La madre de Christine y las demás vecinas del barrio lo comentaban a media voz en el colmado, en la carnicería, en la peluquería... A nadie le entraba en la cabeza que María hubiese podido dejar por las buenas, no un trabajo, sino a dos niños que prácticamente dependían de ella. Todos sabían de la frialdad y falta de cariño que recibían de sus padres, y María más que nadie. Las mujeres opinaban que su verdadera familia estaba con los dos pequeños, y no en España, un país de dónde había tenido que huir para no morir de hambre o algo peor durante la Guerra Civil.
     

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