martes, 30 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 4


     Acabo de contar la parte más escalofriante de las cosas que pasaron en aquella residencia. Hasta mucho después, no supe, ni yo ni muchas otras compañeras de las que llevábamos menos tiempo allí, que a la señora del camisón azul la conocían en aquellos pasillos desde hacía años. Al cabo de unos días, una veterana auxiliar me pidió que le contara la historia, y al acabar me dijo que llevaba mucho tiempo sin pensar en ello, que se decía a sí misma que había sido una pesadilla hasta que pudo arrinconarlo en su cabeza, pero que hacía unos quince años, a ella le había pasado exactamente lo mismo. Lo de la tormenta que sólo estaba en el Pabellón A, era algo que muchísimas auxiliares y monjas habían experimentado, y a la mañana siguiente siempre al contarlo se quedaba todo en suspenso y la gente callaba y ya no hacía comentarios. Parecía que esa tormenta era lo que ocurría justo antes de que el fantasma se apareciera. Por supuesto, la voz corrió por todo el lugar.
     Muchos residentes preguntaban por el escándalo de aquella noche. El capellán de la residencia, un viejo misionero al que asignaron la residencia como hogar y parroquia tras cuarenta años en el Perú, como él decía, me contó que muchas noches, cuando subía a su habitación después de rezar en la capilla, había visto a la mujer acercándose por el pasillo y sonriéndole con expresión demoníaca. La primera vez la mujer se acercó lo bastante como para ver sus ojos negros, porque creyó que era alguna monja que había salido de sus habitaciones y se quedó parado para preguntarle si pasaba algo. Ese día no atinaba ni con la llave para entrar, y con la cabeza baja estuvo rezando a la Virgen para que lo protegiera, hasta que al cruzar la puerta, la mujer de azul estuvo tan cerca de él que se le erizaron los pelos de todo el cuerpo y sintió un frío que casi lo dejó paralizado. Cerró con llave y el frío pasó. A partir de esa noche, la había visto cuatro o cinco veces más. El ya salía al pasillo con la vista fija, y si la veía, bajaba la cabeza rezando y corría a su puerta sin mirar atrás.
     Tanto él como las auxiliares más antiguas decían que las monjas siempre habían bromeado con el asunto, porque cada cierto tiempo, cuando eran ellas quienes hacían las guardias nocturnas alguna había visto el fantasma. Y la tormenta. Pero eran conversaciones en voz baja tras la puerta de la cocina, o en el office,  casi en el tono de quien cuenta un chiste o un rumor; nunca se hubiera confesado a nadie de fuera.
     La extraña presencia no sólo se paseaba por el pabellón antiguo. Una noche, mientras hacíamos la ronda de los asistidos, una señora a la que estaba dando un yogur me preguntó que quién era la chica que había detrás de mí. Yo creí que sería mi compañera, me volví y no había nadie. Se lo dije, y me respondió que no, que ella esa noche había visto a tres auxiliares, a nosotras dos, y a otra mujer que iba detrás y que ya era la segunda vez que se asomaba a su puerta. Mi nueva compañera de turnos de noche era una chica joven y asustadiza, así que preferí callarme y no pensar en ello.
     Otro día, al llegar por la mañana, nos encontramos a todas escuchando a las dos que habían pasado la noche. Sobre las tres de la madrugada, estaban en el office del Pabellón B tomando café y escribiendo partes. La habitación contigua estaba ocupada por un señor que dormía plácidamente y nunca solía despertarse. La puerta estaba casi cerrada para que no le llegara la luz del pasillo. Las chicas lo oyeron murmurar, pero comentaron que debía estar soñando en voz alta. De repente, el hombre empezó a dar gritos, y oyeron ruido de puertas y golpes. Se levantaron de un salto, y justo al ir a entrar, la puerta del cuarto se cerró en sus narices. Ellas se empujaron una a la otra en dirección al office, aterradas y sin pensar en lo que hacían. Cerraron con el pestillo y llamaron a la policía, diciendo que había alguien en una habitación, y que corriesen lo más que pudieran. Hasta que no llamaron a la puerta diciendo que eran ellos no se atrevieron a salir, bajando las escaleras atropellándose una a la otra hasta que tuvieron a los agentes a su lado. Al llegar al cuarto, la puerta aún estaba cerrada. Abrieron, y se encontraron al pobre hombre despierto, las luces encendidas y los grifos del lavabo y la ducha abiertos. La policía buscó durante una hora por todas partes, preguntaron, dudaron de ellas, y la cosa se quedó en que algún residente habría sido el causante del susto. Aunque las chicas estaban seguras de que nadie se había podido mover de sus camas en aquella zona, y menos entrar en la habitación sin pasar por delante del office sin haber hecho ruido.
     Al fondo del pasillo del Pabellón B, tanto en la planta baja como en el piso había unas puertas blindadas de esas antiincendios. Era zona de paso del personal, tras ellas, en el primer piso se encontraban los vestuarios, y en la planta baja el pequeño tanatorio y una barrera exterior con una rampa destinada al triste fin; la salida final de los residentes. Esas pesadas puertas se abrían empujando y se cerraban solas más o menos lentamente. Siempre acababan con un portazo: ¡BLONG!
     Desde el día en que ocurrió lo de la mujer fantasma, era habitual que en cualquier momento de la noche, estando donde estuvieran las auxiliares se oyera el ¡BLONG! de la puerta. Si de día también ocurría no podía saberse, ya que continuamente había gente transitando por la escalera, pero por las noches era otra cosa. En la planta baja, el señor que ocupaba la habitación contigua a esa puerta, llamó muchas veces, y se quejó de día a la dirección, de que por la noche una mujer, (que ahora he pasado por alto el detalle de describir), entraba a las tantas por ahí, según él proveniente de la salida a la calle por el tanatorio, y pasaba por su puerta como una exhalación con el correspondiente portazo. El sólo la veía pasar de espaldas, dada la posición de su cama respecto a la puerta, y la llamaba muchas veces pero la mujer seguía su rápido y silencioso camino sin responder.
     La mujer que describía el señor era una auxiliar, la más veterana de todas, que trabajaba allí desde el principio de los tiempos, cuando aquella residencia era hospital y maternidad. Era una especie de gobernanta que reinaba sobre el edificio con la confianza de quien se encuentra dirigiendo su propia casa. Nadie le había dado tal título, pero era indiscutible que el auténtico capitán de aquel viejo barco no era una directora municipal, ni un regidor, ni una jefa de enfermeras, sino ELLA. La llamaremos cariñosamente; y lo digo de corazón por el respeto que me merece, la Señorita Rottenmeyer.
     Aunque es parte importante del asunto hablar sobre ella, nunca creímos que fuese la mujer que decía ver aquel señor de madrugada.

lunes, 29 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 3





     Era una noche de enero. Mi compañera me explicó que haríamos el trabajo juntas y luego, cada una se quedaría de guardia en un pabellón. También me dijo que dado que en “nuestro” pabellón había más llamadas y yo aún no tenía mucha experiencia, sería mejor que me quedara en el A, donde no solía pasar nada. En caso de que una necesitara a la otra, en los respectivos office había un teléfono con intercomunicador. El office del A estaba en el primer piso, y una empinada escalera comunicaba con la cocina grande de abajo. La habitación de descanso del personal de guardia (yo, aquella noche), estaba a su izquierda. Tenía dos grandes ventanas que daban al huerto, un armario empotrado, un sofá-cama y un cuarto de baño.
     Dejé mis cosas sobre el sofá, y juntas hicimos la ronda y trabajamos en la farmacia hasta que, sobre la una de la madrugada, acabamos de preparar los medicamentos de la mañana siguiente y Eugenia me dijo que se iba a descansar, que a las tres y media fuese a buscarla y haríamos la segunda ronda. Subí al piso por la escalera,  que acababa en una especie de recibidor con una puerta que para mí aún constituía un misterio, la de acceso a las habitaciones de la Comunidad. Como velando por ella, en un pedestal en una esquina entre dos sofás y una mesita baja, había una estatua a tamaño natural de una santa con los ojos vueltos al cielo. Pasé por delante sin mirarla, y me dirigí a mi salita de guardia  que se encontraba a medio pasillo, donde estaban la mayor parte de los residentes más autónomos. Oía la tele de los que se habían dormido con ella encendida, ronquidos, algún susurro que identifiqué como una anciana sorda que siempre hablaba sola...
     Lo primero que hice fue ir al baño. La luz de aquel baño, nunca lo olvidaré, era como en las pelis de miedo, un fluorescente que zumbaba y se medio apagaba y encendía en décimas de segundos, lo que pone los nervios de punta a cualquiera que esté haciendo un pis a las tantas de la madrugada.  Bien pensado, o a las doce del mediodía. Cuando estabas sentada, a la izquierda había una pequeña bañera de ésas antiguas con asiento escondida tras una cortina blanca de flores rosas. Nunca supe por qué, pero cada vez, antes de sentarme en la taza, algo me obligaba a descorrer la cortina para poder ver la bañera. Recuerdo haber comentado con más compañeras, mucho más adelante, que a todas les pasaba lo mismo. Daba igual que entrases a lavarte las manos. La cortina siempre la encontrabas echada... y una sensación de que había alguien más allí dentro te invadía. No creo que nunca nadie haya cerrado la puerta de ese baño por ningún motivo por “privado” que fuese. Apagué el dichoso fluorescente, y saqué del armario una almohada y una manta, me arrellané con un libro y un paquete de galletas, y cuando estaba acomodada ví que había dejado la puerta abierta. Me volví a levantar, y la dejé entrecerrada con una cuña de madera que había en el suelo, lo justo para oír pero que no me vieran tumbada los que pudieran pasar por delante. Las persianas de las ventanas estaban abiertas, nadie las había cerrado al caer la noche. Pegué la nariz al cristal, y ví una lluvia fina y silenciosa sobre la negra noche. Me volví a colocar y cogí mi libro. Pronto el sueño empezó a vencerme. Cada vez llovía más fuerte, lo que estaba oyendo era un auténtico aguacero. También estaba muerta de frío. Sentía una corriente de aire helado rozando mi cara. Tenía mucho sueño, pero a la vez pensaba que tendría que levantarme y dar una vuelta para entrar en calor. Entonces, un sonido sobre mi cabeza me hizo saltar y tirar al suelo libro, manta y galletas. El cristal se había abierto, la fuerza de la tormenta y las persianas sin cerrar habían hecho ceder el sencillo pasador. La lluvia y el viento estaban empapando el sofá y el suelo. Como pude, agarré las persianas tirando con todas mis fuerzas y conseguí cerrarlas. Después los cristales. Estaba tiritando y empapada hasta el pelo. Me di la vuelta para comprobar qué más se había mojado, y entonces la vi.
     Era una mujer de edad indefinida. Estaba sentada a los pies del sofá-cama. Y me sonreía. Llevaba un camisón azul claro y el pelo era rubio y liso. Yo no conseguía reaccionar. No me creía lo que estaba viendo, pero debió ser sólo un segundo, tal vez dos, porque esa sonrisa me sacó de la confusión. Era una sonrisa MALA. Como si se burlara de mí. Y sus ojos, ¡Dios mío!, nunca los olvidaré, eran totalmente negros. Entonces empecé a gritar tapándome la cara. Por suerte, aún algo debía funcionar en mi cabeza, algo que me dijo que no cerrara los ojos. Los abrí, y mi primer instinto fue ir hacia el fondo de la habitación, hacia el baño. Al hacerlo, y todo ocurrió muy rápido, vi que ella estaba en pie, con la misma expresión, pero dejaba un resquicio entre el sofá y la puerta por donde pasé como un rayo hasta plantarme en medio del pasillo dando unos alaridos que aún me avergüenzan. Me había sacado los zuecos, y al salir me golpeé los dedos del pie con la puerta atrancada por mí misma. Cuando lo pensé más tarde, tampoco había espacio suficiente para sortear a la mujer, así que imagino que debí empujarla al salir, pero no recuerdo que ella estuviera entre la puerta y yo. Es que ya no estaba cuando salí del maldito cuarto.
     Por el final del interminable pasillo, Eugenia se acercaba a paso rápido repitiendo mi nombre. Pero yo empecé a dar pasos hacia atrás al verla. La mujer del camisón azul caminaba junto a ella. O mejor dicho, flotaba, porque por debajo del camisón no veía piernas ni pies. Me dijeron que todos los residentes estaban mirándonos, pero yo sólo recuerdo estar en medio del porche amenazando con correr hacia la calle y gritando a Eugenia que LA TENIA AL LADO.
     Lo siguiente que recuerdo es el flash que me hizo salir de ese trance. La lluvia. La tormenta. Allí, en el patio delantero, ante la capilla, y con mis pies cubiertos sólo con los calcetines, caí en la cuenta de que no estaba lloviendo. El suelo estaba completamente seco, la noche despejada, y hacía mucho menos frío del que yo había sentido en la habitación de guardia con calefacción central. El resto de la noche la pasé con Eugenia, entre cafés y confesiones sobre secretos de aquel lugar.

jueves, 25 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 2




Al principio me chocaba un poco el sistema de trabajo en la residencia. Se dividía ésta en dos partes, llamados Pabellón A y Pabellón B.
     El pabellón B, donde yo estaba, era el ala izquierda mirando desde la calle. Estaba recién reformado, con ascensor para subir al piso donde se encontraban los residentes asistidos, y en la planta baja, además de habitaciones nuevas, estaban las oficinas y una sala de estar para los ancianos. El personal era alegre y el ambiente relajado.
     La división entre pabellones lo ponía la capilla, con su porche de cemento irregular, sus tres arcos, y la penumbra al otro lado de un gran portón de madera noble indicaba el paso al Pabellón A, la zona antigua y sin reformar desde el año de su construcción. Al entrar, inevitablemente me invadía olor a convento, a enfermería y a cocina. Porque por éste orden, lo primero con lo que te topabas era con una amplia y elegante escalera de mármol que subía a la izquierda, directamente a la comunidad de las Hermanas, con un pasamanos de madera maciza torneado de una belleza sencilla y rotunda. Plantas de interior de grandes hojas oscuras, y a la izquierda del portón un extraño mueble que atraía la atención de cualquiera que lo viera por primera vez. Era una centralita telefónica, de madera, con las clavijas de cobre y accesorios de porcelana, un auténtico tesoro en perfecto estado de conservación. Bajo la escalera, una pequeña y sencilla puertecita con un cristal translúcido daba a los pasadizos y recovecos escondidos del pabellón, y de ahí salía luz del día, ya que comunicaba con el jardín trasero. Al empezar a andar hacia el fondo del pabellón, a izquierda y derecha se encontraban la enfermería y la farmacia, y de ahí provenía el olor a alcohol, insulina, yodo y algo más de fondo, algo no agradable en absoluto. Es justo decir que había también un baño en la puerta contigua. Algunas habitaciones dispuestas al azar,que supe más tarde que inicialmente habían estado destinadas a los hospiciados más poco afortunados. Eran viejas, estropeadas y deprimentes. Camas de hierro oxidadas, cortinas apolilladas y olor a humedad. Las ventanas cerraban mal y entraba el frío de la noche. No estaban numeradas ni nada de eso. Había que saber qué puerta correspondía a una habitación y cuál al cuarto de costura, o a un aseo, o al refectorio de las monjas, que por esos días usaba el personal en general como office, y al estar sentada merendando te daba la impresión de haber dado un salto en el tiempo. Como curiosidad, también se había ofrecido por el ayuntamiento a los servicios del 061 para sus comidas, que se preparaban por las eficientes y magníficas cocineras, las cuales siempre se quejaban por tener que estar todo el día calentando platos o preparando bocadillos para todo el pueblo. Eran otros tiempos, y sólo han pasado doce años, ¡madre mía!
     En un rincón de la cocina, una puerta de no más de un metro y medio de altura bajaba a un sótano. Las cocineras temían ese sótano, porque extraños sonidos salían de ahí, el interruptor de la luz debía ser una antorcha, porque ni se sabía si había, y el suelo estaba cediendo (con gran peligro para una persona que llevara en las manos una gran olla de comida hirviendo, por ejemplo). También había cedido el suelo a lo largo del pasillo principal del pabellón. Unas baldosas estaban levantadas, otras hundidas, muchas rajadas... y los tropezones eran frecuentes, aunque nadie hacía un drama de ello.
     Si me entretengo tanto en contar los detalles de las enormes diferencias estructurales de los dos lados de la residencia, es para que entendáis que éstos se extendían al personal y a los residentes mismos. En el Pabellón A seguían habitando personas con problemática social, sin recursos, y muchos, la mayoría de ellos, desde tiempos inmemoriales. Era su hogar. Las auxiliares también daban la impresión de llevar allí siglos, ejerciendo más de gobernantas de hotel que de otra cosa. Lo mismo podía decirse del personal de cocina, que formaba parte de ese círculo invisible que rodeaba al hospicio original. Ellas seguían nombrando a las monjas como si fuesen a volver cualquier día, circulaban por el piso superior con sigilo, ya guardando ropa de invierno, ya sacando objetos que les hicieran falta, no sé, una lámpara, una cacerola, un televisor para reemplazar otro que se había estropeado. A las auxiliares del Pabellón B nos trataban con algo de despectiva indiferencia, ellas siempre tenían secretitos, rumores y conversaciones privadas que se interrumpían en cuanto nosotras aparecíamos. Era una rivalidad, a fin de cuentas, pero extraña y sin sentido. Nuestros horarios eran diferentes, y ellas, que sólo eran tres en total, dos por la mañana y una por la tarde, estaban exentas de hacer turnos de noche. Por un lado, nos parecía injusto que sin un motivo justificado fuera así, y por otro, lo que nos parecía más injusto era tener que ocuparnos dos personas durante la noche de vigilar la residencia entera, porque cuando estábamos en un pabellón podía declararse un incendio o una tercera Guerra Mundial en el otro sin que nos enterásemos. Además, para nosotras era el Territorio Desconocido, el que sólo pisábamos de noche, cuando las sombras, sonidos y silencios le daban un aire fantasmal que nos sobresaltaba cuando alguien nos llamaba desde uno de los anticuados timbres para pedir una aspirina o una pastilla de dormir. Entonces se producía una situación muy cómica. La “central” de los timbres del Pabellón A estaba en el piso superior, y si por casualidad lo oíamos desde abajo, teníamos que subir e ir al dichoso aparato a descifrar el número de habitación, que como he dicho antes no estaban numeradas en ningún sitio, o sea, que íbamos de puerta en puerta a ver quién tenía una luz encendida o estaba haciendo algún ruido para entrar y preguntar si querían algo o habían llamado al timbre.  Aunque lo normal era que llamasen mientras estábamos en el Pabellón B. Por supuesto, no nos enterábamos, y a la mañana siguiente siempre resultaba que había habido alguna “urgencia” y nadie había acudido, y ahí empezaban las habladurías de que las auxiliares de noche se pasaban el turno durmiendo y no iban al Pabellón A para nada. Y la verdad es que si alguna vez hubo una urgencia real, estaban todos tan pendientes unos de otros que en un segundo ya oíamos el vocerío de residentes llamándonos, no siempre de forma amable, por supuesto.
     Espero haber descrito el cuadro de forma más o menos comprensible.
     En pocas palabras, allí había un micromundo anclado en el pasado, un agujero en el tiempo, y pasabas de uno a otro cuando cruzabas por delante de la capilla y sus tres arcadas desde donde podías contemplar una vista general de la mayor parte del pueblo. Esa era la sensación que tenía yo todos los días, y, sobre todo, por las noches.
     Mi primer turno de noche en la residencia fue una experiencia que jamás olvidaré.

miércoles, 24 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 1



                                                          EL BLOG DE ANA

                                                  El fantasma de la residencia cap 1

      Esta historia es totalmente real. Sé que la gente ya no cree nada, y menos en fantasmas, pero hay ciertos lugare s que poseen una extraña fuerza, una fuerza que les ha venido dada por las cosas que han pasado en ellos. Abundan las historias de casas, hospitales y psiquiátricos encantados. Se han llevado al cine, a la literatura, a los cómics... y os aseguro que tienen una verdad en su interior, aunque a fuerza de explotarlos ya se toma estas historias como un tópico que se repite porque el primero funcionó.
       Yo he comprobado de dónde vienen estas narraciones. Nunca hubiera creído que me pudiera pasar a mí, pero al final acabé relacionando los sucesos de la residencia con los argumentos de muchas pelis y libros que todo el mundo conoce, y llegué a la conclusión de que por fuerza, no era sólo producto de la imaginación del autor, sino que realmente hay lugares encantados de los que la gente murmura en voz baja y que al final llegan a convertirse en algo remotamente parecido a la historia original. Investigué un poco, y descubrí mucho.
     
      Antes de pasar a los hechos, os contaré la historia del lugar que hoy se conoce como residencia de ancianos de mi ciudad. Fue en 1947 cuando las historias de siempre en cuanto a candidaturas políticas “obligaron” a construir un hospicio-hospital a las afueras de la ciudad. Separado de ella por una carretera, y como presidiendo una mesa de gala en forma de T mayúscula, donde el palo horizontal sería el hospicio al pie de la carretera, y el vertical la calle principal que cruzaba la ciudad, se levantó un edificio de forma simétrica y de una sola planta.
      El centro era (hoy en día es el único recuerdo que queda en pie), una pequeña capilla con capacidad para unas veinte personas. A la izquierda, la parte usada como hospital para pobres y partos de urgencias, y a la derecha no tengo constancia de cómo estaba distribuido en esos primeros años, ya que una reforma en los años sesenta aproximadamente añadió una planta superior que se convirtió en la zona privada de las monjas de la Caridad, que fueron siempre las encargadas de dirigir el hospital y el hospicio, pero al principio, parece ser que vagabundos y pobres, zona de servicios, cocina y comunidad religiosa compartían ese lado derecho de la casa. El acceso era a través de un porche central con tres arcadas y patio de suelo empedrado, y una hermosa cisterna con un arco de hierro en forma de serpiente sujetando el cubo con su boca abierta. Esa era la entrada al hospicio-hospital, que se ha mantenido en pie hasta nuestros días, y en uso hasta el mes de septiembre de 2007. En la parte de detrás, un patio, una capillita con una virgen y muchas flores. Un gran aljibe lleno de peces. Y un huerto con naranjos, limoneros, granados, higueras, verduras, gallinas ponedoras; todo para el autoabastecimiento, y como no, perros y gatos paseando por doquier. En ese bonito marco fue el lugar donde yo nací, y donde empecé a trabajar como auxiliar de enfermería tras una misteriosa estampida de las Hermanas en el año 2000, después de poner literalmente en las manos del alcalde las llaves de la residencia y dejando hasta las sábanas puestas en sus sencillos catres.
       En un periódico local, fechado el 7 de junio de 1947, se habla de los dos médicos que atendían a los enfermos, y se pone énfasis en “la labor de las Hermanas de la Caridad, de digno encomio, dada la falta de material y condiciones que solo un exquisito cuidado la suple.” Me llamó especialmente la atención otra nota de un periódico local más moderno, que con fecha 23 de octubre de 1982 y sin más explicaciones ni antecedentes, pone en boca de un político del Gobierno de la época los problemas por los que atravesaba el hospital. Entre las causas, también cito textualmente: “La más aparente: la deserción de las monjas, que han tenido que ser sustituídas por ATS, lo cual ha disparado el déficit.” Ahí me quedo de piedra. ¡No fue una, sino dos las veces que las monjas salieron por piernas del antiguo hospital misteriosamente! y ni una sola explicación lógica, ni oficial ni boca a boca. Nadie parece saber nada al respecto...

       Empecé a trabajar como interina en la residencia el 2 de enero del 2001. Llevaba unos seis meses allí, entre las prácticas y después por contrato. Era de las más jóvenes; inexperta, y muchas veces acababa el turno llorando tras una muerte, imprevista o no, o por algún caso que me afectaba profundamente de los muchos que se daban allí a diario. Poco a poco, esas cosas te van curtiendo la piel hasta que llega un día en que ya no sientes nada. Es muy triste.

       2 COMENTARIOS:
       Yuhisa29 2 de octubre 2012 13’45: que pasada de blog!. la verdad es q,és muy misterioso el hecho de q las monjas partieran aunque igual q s habla d la “exquisita labor de las monjas” tanto tú, como yo, conocemos anecdotas de toda clase...también la sonada frase de “cuando las monjas estaban no pasaba esto”...... por algo sería, ahí lo dejo caer XD Ana 2 de octubre 2012 15’03:
        ¡Hola Yuhisa! Gracias por seguir mi blog! Es que me da la impresión de que desde llegué yo empezaron las cosas “raras”. XD

martes, 23 de abril de 2013

María 6 (FIN)




 Mi hijo nació en otoño. Fue una noche larga. El dolor parecía no tener fin. Al salir el sol, el llanto de mi pequeño acabó con mi sufrimiento, y quedó olvidado al tener en mis brazos a aquel dulce ser, que había sido mi pecado y mi salvación por igual. Al estar viviendo en una comunidad religiosa, no puede evitar que las monjas se lo llevaran a bautizar de inmediato, en el primer oficio religioso. Me lo devolvieron, embelesadas y sonrientes, diciéndome que le habían puesto el nombre del capellán, Antoni. Me sorprendí riendo con ellas. Yo tampoco había pensado en ningún nombre para él, así que Antoni era tan bueno como cualquier otro.
     Pasó un tiempo dulce, trabajando en aquel ambiente tranquilo y religioso, y viendo crecer a mi hijo, alegre y sano, que en cuanto aprendió a caminar correteaba a sus anchas por toda la casa, siempre rodeado de personas que no podían resistirse a sus encantos. Un rato estaba en la cocina trasteando entre mis piernas. Al cabo de una hora, lo llamaba y me respondía con su voz infantil desde el gallinero, donde iba con el señor Francisco a recoger los huevos para la cena. A veces pasaba por delante de la ventana cogido de una mano a la Madre Superiora, y llevando en la otra un ramo de flores para adornar la capilla. Aquel hospicio, tan temido cuando llegué sola y perdida, se había convertido en el hogar más cálido y acogedor del mundo para los dos. No podía imaginar mayor felicidad.
     
     He despertado de un hermoso sueño. Alguien se ha sentado sobre mi cama.  Una mujer de pijama blanco. Ahora son muchas trabajando para las Hermanas. Nadie me ve, nadie repara en mi presencia. Estoy enfadada, no quiero que me saquen de mi sueño. Fuera hay tormenta. Llueve. Relámpagos y truenos, como aquella noche...
     -”¿Por qué me despiertas? ¿Por qué me molestas? ¿No ves que despierta sufro?”
     No me oye, no me ve. Se levanta de mi cama y mira la noche de lluvia. Se da la vuelta. Ahora me ha visto, grita y sale corriendo. Siempre lo mismo. Salgo al pasillo y vuelvo a vagar por la casa. Busco a Antoni, pero no está. Se fue tras su padre. A Perpignan. Sé que está allí, pero cuando voy a buscarle, sólo me encuentro con mi antigua familia. Mis niños. Rose sufre. Me llama en la oscuridad. Antoni es su hermano, y quiere estar a su lado, protegerla. El monstruo ahora entra en la cama de mi pequeña Rose. Le hace lo mismo que me hizo a mí.
     No puedo consentirlo. Me siento frente al monstruo; en mi estado actual ya no le temo. Me atrevo incluso a hablarle mirándole a los ojos. Pero él se tapa la cara, corre, huye de mí. De nada le servirá. Debo cuidar a la niña.
     He descubierto que en mi estado, el tiempo y el espacio no pasan para mí. En lo que tarda un pestañeo, puedo ir de Perpignan al hospicio. No encuentro a Antoni, no recuerdo cuando lo perdí. Fue al otro lado, pero algo me impide recordarlo.
     Finalmente, el monstruo se suicidó, después de matar a la señora Anne. Lo ví todo. Estuve allí. El sabía que yo estaba allí. Lloraba y se arrepentía, al fin. Los niños habían crecido y se habían marchado. Yo sólo iba a arroparlos y besarlos de noche, cuando dormían, para no asustarlos. Pero al irse de aquella casa, me quedé con ellos. Con Charles y Anne. Por su culpa estoy así. Tanto dolor, tanta pena. Al final lo comprendieron, y sus almas se queman en el infierno.
     Un día, después de mucho pensar, me decidí a enviar una carta a la señora Anne. Quería saber noticias de los pequeños Rose y Fabien, y que supieran que yo estaba bien, enviarles muchos besos, y una foto de mi hijo. No recibí respuesta.
     Pasaron unos meses. Antoni ya había cumplido tres años. Una noche, al ir a acostarlo, me dijo que había venido un señor de visita, y que había adivinado su nombre. Fue a coger algo del bolsillo del pantalón que yo le había sacado para ponerle su camisa de dormir. Me enseñó un soldadito de plomo, y me dijo que el señor se lo había regalado. Al verlo, el corazón se me paró. El soldadito era igual a los que se vendían para coleccionar en el estanco de Perpignan, el del matrimonio Gérard.
     Le pregunté a Antoni cómo era ese señor. Me dijo, ya bostezando, que grande, muy grande, y que hablaba “mal”. Me quedé al lado de mi hijo hasta que se durmió, no se me había ocurrido en ningún momento que al enviar la carta y dar noticias de nosotros, “él” podría venir hasta aquí. No, no lo había pensado. Sólo pensé en Rose y Fabien, y en la señora. A él lo había borrado de mi pensamiento. Pero Antoni era su hijo. Dios mío, ¿qué había hecho?.Me acosté, apagué la luz, y me dormí intranquila, pensando en averigüar al día siguiente algo sobre el visitante y su paradero, mientras una gran tormenta azotaba la casa. Por suerte, el niño dormía profundamente y no la oyó.
     Eran exactamente las tres de la madrugada cuando el viento aulló por la ventana abierta. Me desperté sobresaltada, miré el reloj de la mesilla, y di un salto para cerrar. El agua entraba con violencia. En la penumbra vi el bulto de Antoni dormido, y me acerqué a ver si estaba bien tapado. Era extraño que el portazo no le hubiera despertado. Al asomarme a su camita, vi que el bulto no era él, sino la almohada bajo las mantas. Encendí la luz, y no comprendí al principio...
     El niño no estaba. Lo llamé, entré en el baño, pero la luz estaba apagada. Salí al pasillo gritando, en busca de las monjas, que salieron alarmadas. En pocos minutos todos los residentes del hospicio buscaban a Antoni. Le llamábamos, abríamos puertas, y entonces, un grito me heló la sangre.
    Me contenían para que no saliera. Estaban en el patio, todos bajo la tormenta. Se asomaban a la gran alberca que servía para regar el huerto, donde mi niño pasaba tantos ratos, sujeta su ropa por mi mano, dando trocitos de pan a los peces blancos y naranjas. No pudieron contenerme. Subí el escalón y allí estaba, flotando boca abajo. Lo último que recuerdo es una masa informe de peces agitados y hambrientos soltando su cuerpo al tiempo que yo tiraba de él y lo abrazaba para protegerlo de la lluvia que nos empapaba. Tras eso, la oscuridad. El silencio y los gritos. Cuando nadie me vio, fui a la farmacia contigua a mi habitación, me tomé todos los medicamentos que estuvieron a mi alcance, me volví a acostar; y me dormí, me dormí con la esperanza de reunirme con Antoni.
     Desde entonces lo busco.
     Un día, una señora que estaba moribunda llamó mi atención. Me acerqué a su cama, y comprendí que en ese estado ella podía verme, y no me tenía miedo. Me sonrió, y me dijo en susurros que me recordaba cada día, que recordaba a mi pequeño. Me hizo una señal leve con su mano para que me acercara más. Me senté muy cerca de su cara, y me dijo que había visto a mi niño. Ella le había preguntado que dónde iba, y él le respondió que a ver al hombre malo que lo había sacado a la tormenta. Le dí las gracias, la besé en la frente, y comprendí que Antoni había seguido a su asesino, su propio padre, hasta Perpignan. Así empecé a vagar con sólo un pestañeo de uno a otro lugar.
     Y me reencontré con Rose, que ya es una mujer, y con su hija Michelle. Ella ve a Antoni. Quizás puedan ayudarnos a volver a estar juntos. Lo esperaré en casa, durmiendo en nuestra antigua habitación.

                                                            FIN
     

lunes, 22 de abril de 2013

María 5


   
 Y pronto comprendí que aquellos niños eran más míos que de nadie. La madre, cegada por su propio dolor, no soportaba sus juegos, sus gritos ni sus llantos. Se pasaba el día en el estanco, donde fingía alegría con los clientes, o en sus tareas humanitarias con otras mujeres de su posición social. Entre todas ellas, Rose era la más admirada por haber salvado de la muerte o, aún peor, de un campo de refugiados a una fugitiva de la Guerra Civil Española. Por haberla acogido en su casa y haberle proporcionado un trabajo. Por supuesto, yo no cobraba sueldo. Tenía techo, comida y una vida nueva. A mí tampoco se me hubiera pasado por la cabeza pedir nada.
     Y así pasaron once años. Un día, de pronto, todo cambió.
     No pensé que pudiera estar embarazada hasta que lo dijo ella. Yo jamás miraba mi cuerpo, que según la temporada, engordaba o se afilaba. A veces, Charles se olvidaba un tiempo de mí. Siempre imaginé que alguna otra lo tenía entretenido cuando, de repente, dejaba de venir a mi cama por las noches durante meses. En ese tiempo, yo comía más y ganaba algunos kilos, que perdía rápidamente en cuanto los abusos a los que me sometía el señor volvían a reanudarse.
     Un día, Anne entró en mi cuarto mientras me vestía y se quedó mirándome. Tiró de mi falda hacia abajo, y puso su mano en mi vientre, que ya empezaba a abultarse. Creo que lo comprendimos las dos a la vez. Rompí a llorar, mientras ella se dejaba caer sobre mi cama. Me dijo que me callase, que no la dejaba pensar. Salió de mi habitación,y desde la puerta me ordenó que empezara a recoger mis cosas y preparara a los niños para salir. Al cabo de unos minutos, entró con una pequeña maleta de viaje, la tiró sobre mi cama y salió otra vez sin mirarme. No había pasado una hora cuando bajamos y le dijo alegremente a su marido desde la puerta que nos íbamos a visitar a una amiga, y que estaríamos de vuelta antes de anochecer. Yo la seguía en silencio, empujando el cochecito de Fabien y con Rose saltando a mi lado. Anne llevaba la maleta con las pocas cosas que había podido meter en ella.
     Dejamos a los pequeños en casa de una amiga de la señora. Les besé mil veces antes de que salieran a recibirlos. En cuanto enfilamos calle arriba hacia la estación, las lágrimas corrían por mis mejillas sin poder ni querer evitarlo. La señora me compró un billete para Barcelona. Me preguntó si era allí donde pensaba quedarme. Le respondí que no, que suponía que mejor ir a mi isla. Ella se volvió a acercar a la ventanilla, habló con el vendedor, y luego, mirando alrededor, me empujó un poco para que no la vieran, y sacó un fajo de billetes. Me los puso en las manos, y me dijo que al llegar a Barcelona yo ya tendría que arreglármelas, que aquel dinero era un pago por mis servicios y que esperaba que lo administrase bien.
     Anne empezó a dar media vuelta, pero yo la cogí por el brazo y la retuve. Le rogé que cuidara muy bien a “mis niños”, que fuera cariñosa, y que no dejara que me olvidasen. Le di las gracias por su bondad conmigo y por aquellos años. No sabía qué más decir, las palabras me fallaban, y su mirada fría y desdeñosa me obligaba a seguir farfullando como un condenado ante su verdugo pidiendo clemencia. Ella intentó volver a soltarse de mí, y yo perdí los nervios. Lloré, y le supliqué que no me alejara de sus hijos, que yo no quería irme a España. A lo lejos silbó un tren que se acercaba. Anne a su vez me cogió la mano y me clavó las uñas.
     -Ahí llega el tren. Vete, vete y no vuelvas jamás.- Y soltándose de mi mano, me dio la espalda y se alejó a paso rápido, sin volverse a mirar atrás.
     Seguí llorando hasta que el sueño y el traqueteo del tren me adormecieron. Casi no recuerdo nada de aquel viaje. Pisé suelo español por primera vez en once años, y al principio no podía expresarme en mi propio idioma. Hacía tanto que no lo hablaba que hasta había dejado de pensar en español. Recuerdo el barco que me trajo hasta aquí. La larga travesía de noche, el olor del mar. Desembarqué ya por la mañana en el puerto de Palma, y anduve vagando por las calles todo el día. Sabía cuál era mi destino, y dónde debía dirigirme a continuación. Así que mis pasos me llevaron de nuevo a una estación de tren. Llegué a mi pueblo, aquel pueblo que me había desterrado tantos años antes, y las lágrimas, esta vez por el recuerdo de la guerra y de mis familiares perdidos, volvieron a enfriar mi rostro. Estaba ardiendo, debía tener fiebre. El hospicio se encontraba allí. Al final de la larga avenida, en dirección a la carretera, como un vigilante que advirtiera a los habitantes el hogar que les esperaba si se salían de las normas de la sociedad. Allí, una prima lejana era la Madre Superiora que dirigía el asilo, y el lugar dónde yo esperaba quedarme, si mi prima se compadecía de mí. No tenía otro sitio a dónde ir, ni sabía con seguridad si ella seguiría ejerciendo ese cargo después de tantos años y las cosas que habían ocurrido. Pero en la Isla de la Calma nunca cambia nada. Todo permanece, todo se repite.
     Mi prima me recibió al principio con alegría, me dijo que todos creían que habría muerto en algún campo de refugiados francés, y estaba feliz de verme de vuelta, y ofreciéndome una habitación a cambio de trabajar allí. Pero cuando llegamos al punto en que tuve que confesarle mi estado, su rostro se transformó. Me dijo que debía pensar, por el bien de la Comunidad, el suyo, y el mío propio. Aquello no me sonó nada bien. Me acompañó a una habitación en el piso superior,  me ofreció que me instalara y que no saliera hasta que ella volviese después de hablar con el capellán del asilo. Lo siguiente que recuerdo es muy confuso. Sé que estaba enferma, por el agotamiento y mi estado, y la fiebre me alejaba y acercaba a la realidad en olas confusas de rostros y voces. Monjas vestidas de azul que me daban de comer, me ayudaban a ir al baño, y rezaban conmigo. No recuerdo cuanto tiempo pasó, quizá un mes, quizá fue más. Un día, mi prima entró en la habitación, y me encontró vestida y contemplando el huerto que abastecía de verduras y frutas al lugar.. Se acercaba verano.
     Me indicó que me sentara a su lado, y me contó lo que habían planeado de acuerdo con el capellán. Me haría pasar por una francesa (no podía recuperar mi acento español, y muchas palabras se me habían olvidado y sólo me salían en francés) que había enviudado estando embarazada, sin familia ni medios para volver a mi país. No debía dar más explicaciones. Mi hijo y yo podríamos quedarnos así en el hospicio. Yo trabajaría en la cocina y la lavandería.
     Al oír esto, me tiré al cuello de la Madre Superiora riendo y llorando a la vez. Ella me sonreía. Le di las gracias y ella sólo me pidió discreción, y que rezara con ellas, las Hermanas, por mi salvación y la del hijo que llevaba en mi vientre. Así lo hice a partir de aquel día. Totalmente recuperada, me dediqué a trabajar en todo lo que se me ordenaba, asistía a los oficios en el banco de atrás y rezaba mucho. También me ofrecí a cuidar por las noches a los enfermos graves que llevaban allí recogidos de la calle, y que a veces sólo habían esperado un lecho para morir bajo nuestros cuidados y las oraciones que les proporcionábamos, si no por sus tristes vidas, por sus almas que se escapaban sin remedio.



sábado, 20 de abril de 2013

María 4





Caí sobre un colchón de trigo. Al principio no quería moverme, no quería saber cuántos huesos podía haberme roto, pero sólo notaba los rasguños en la piel de las piedras más grandes. Los soldados sabían lo que hacían. Había pagado un precio, sí, pero seguía viva. Me levanté lentamente y me sacudí. En algún punto del viaje había perdido mi equipaje, la poca ropa que llevaba en un pañuelo de cruadros atado por las puntas. Y el dinero... se lo había dado al soldado francés. No tenía nada. A lo lejos oía el tren. Decidí seguir las vías. Caminé todo el día. Las suelas de mis zapatos estaban ya tan gastadas que tenía los pies ensangrentados de ampollas además de helados. Al caer la noche, al otro lado de la vía distinguí un sendero, y unos cientos de metros más adelante, el sendero se convirtió en camino. Así llegué a Perpignan, sucia, muerta de frío y de hambre, y vagué por las calles hasta encontrar un portal donde cobijarme. Me arrinconé todo lo que pude, y me dormí. No sé cuánto tiempo pasó. Abrí los ojos al llegarme el olor a tabaco de una pipa, y ví a un hombre corpulento que me miraba fijamente. La puerta del local estaba abierta y ví que se trataba de un estanco; el hombre estiró la mano que sujetaba la puerta y me la tendió. Me levanté como pude. Me hablaba en francés. Le dije que no le entendía, y él me hizo un gesto para que le siguiera. Sólo fueron unos pasos. Cerró con llave el estanco, y me señaló una puerta abierta a la derecha. Por allí subimos a una vivienda decorada con lujo. Estaba caldeada y olía a comida.
     Aún faltaban dos años para que los habitantes de Perpignan vieran con horror la marea de españoles huidos que desfilaban por sus calles, mientras ellos se defendían de aquel “ataque”sin armas cerrando a cal y canto sus casas, insultando y apedreando por el miedo a verse desbordados. Aún, una mujer sola, desamparada y desnutrida era objeto de la compasión de aquellos tranquilos franceses de la costa. Aún no sabían lo que estaba por venir. Eso me salvó.
     El matrimonio me acogió como sirvienta primero, y más tarde fui niñera de los pequeños Rose y Fabien cuando llegaron al mundo. Y mi vida pasó a ser aquella. Aprendí el idioma con libros que Charles me proporcionó, y con su ayuda. La señora, tras los partos, se fue volviendo arisca y malhumorada. Ella sabía adónde iba su marido por la noche, cuando en lugar de a su propio dormitorio se dirigía a otro. Al mío. Desde el embarazo de la pequeña Rose, cuando, supuse, ella le negó lo que él vino a buscar bajo mis sábanas, con el poder que le otorgaba el saber que posiblemente le debía la vida. Ese era el secreto del hogar de la familia Gérard.

viernes, 19 de abril de 2013

María 3

                                       




                                                     
                                                           EL DIARIO DE MARIA 1981

He encontrado un cuaderno para escribir esto. En realidad, lo he cogido prestado de un cajón de la cocina. He visto cómo la Madre metía tres libretas nuevas en el cajón de los recibos, y cuando me he encontrado sola, he cogido ésta. Aún estoy un poco atontada. Será por los medicamentos. No quiero pensar. Vago por el hospicio como un alma en pena y nadie me mira. Todo el mundo baja la vista cuando pasan por mi lado. No quieren mirarme, no quieren verme, mejor. No soportaría aún las frases de consuelo, la compasión, la pena. Mi pena me ahoga lo suficiente como para no aceptar la de nadie más. Tengo sueño, pero quiero escribir. Yo tenía un diario. Lo dejé en Perpignan. Espero que nadie lo encuentre. La señora lo debió tirar con todas las demás cosas que dejé. ¿Cuánto hace que salí de Perpignan? Creo que hace mil años. O mil días. Ahora no importa. Me estoy durmiendo.
     
     He abierto los ojos, en mitad de la noche, sabiendo que no estoy sola. He sentido su presencia. El olor a tabaco en su ropa llega hasta mí. Está cerca. Intento sentarme en la cama, pero él me empuja y me vuelve a tumbar. Se sienta en la cama. Me está mirando, en la oscuridad me mira. Oigo el susurro de ropa, un leve movimiento, y la ropa de cama se levanta. El se tiende a mi lado y empieza a tocarme. No, no, déjame. Pero no lo hará. Jamás me dejará en paz.
     Al amanecer, antes de que ningún otro ruido despierte a los demás, él se levanta y se marcha. Yo sigo cabalgando las olas del sueño. Por fin, un sonido me desvela y me saca del letargo del que no quiero salir. Fabien, mi pequeño. Se acerca a mi cama y me llama dulcemente:
     -María...María...
     Aparto las sábanas, mi pequeño salta y me empieza a hacer cosquillas. Al oír las risas, Rose se une a nosotros. Con los niños pegados a mi camisón, me dirijo al baño. Me lavo la cara. Me froto los ojos. Y una punzada de dolor me retuerce el alma. Para apartar el dolor hablo en voz alta a los niños. Empiezo a poner orden, hay que lavarse, vestirse y desayunar. Ellos me obedecen. Durante el desayuno, Charles lee el periódico y no dirige la vista a nadie. Anne regaña a los pequeños si se levantan, y me da las instrucciones para la compra y el almuerzo. Luego, nos levantamos de la mesa todos al mismo tiempo. El matrimonio, en silencio, sin dirigirse la palabra, bajan al estanco para empezar un nuevo día de trabajo, y yo recojo la cocina y me dispongo a salir con los niños.
     Cuando el aire fresco me golpea con suavidad, doy gracias por estar aquí. Pese a todo, pese al señor. Al fin y al cabo fue él quien me abrió su puerta aquella terrible noche. Una noche eterna, que había empezado en España, con una guerra y un billete de barco para huir hacia la península desde mi pequeña isla, y más arriba, hacia Francia. Sólo tenía eso en la mente. Todo lo demás debía borrarlo. Mi familia muerta, mi marido desaparecido hacía un año. El soldado francés que me encontró llorando en la estación, incapaz de saber qué debía hacer a continuación, y que a cambio de todo mi dinero me prometió llevarme a su tierra. El vagón de tren atestado de hombres. Voces francesas. Yo escondiendo el rostro en el cuerpo de mi salvador. El pago, sentir sus manos ásperas y heladas sobando mi cuerpo en la oscuridad. Los demás soldados lo sabían, o lo sospechaban, pero ninguno hizo nada. Oía risas ahogadas. Sólo esperaba no morir en ese vagón que apestaba a sudor rancio y a animales, cuando unas sacudidas me despertaron. Aún no comprendo cómo me pude dormir, pero estaba tan cansada que casi no distinguía entre estar despierta y dormida. Al fin y al cabo, eso no podía ser más que una pesadilla. En su mal castellano, el soldado me dijo que antes de llegar, tenía que saltar del vagón. Estábamos en Francia, estoy a salvo, me repetía. Dos hombres le ayudaron a abrir la puerta. Yo intenté gritar, pero él me tapó la boca. Me miró a los ojos, y en su mirada suplicante vi algo que me obligó a aflojar la fuerza de mi mandíbula. El apartó lentamente la mano de mi boca y me sonrió. Dulcemente me besó en la frente.
     -”Buena suerte, señorita.”- Y me ayudó a prepararme para saltar.

jueves, 18 de abril de 2013

María 2


Jamás imaginé que aquello no había sido más que el principio para mí. Una noche, cuando ya me estaba durmiendo, llamaron a la puerta. Me senté en la cama con el corazón desbocado. Oí gruñir al perro y a alguien calmándolo. Volvieron a golpear la puerta con los nudillos :
     -¡María!
     No reconocí la voz, pero era alguien conocido, si no el perro no lo hubiera dejado ni acercarse.
     Me eché el chal sobre los hombros y encendí el candil. Quité la barra de madera que atravesaba el portón y abrí. Eran dos primos míos, que entraron rápidamente cerrando mientras miraban por encima del hombro. No me dejaron ni abrir la boca. Uno me llevó a la silla más próxima y me obligó a sentarme.
     -María, te tenemos que dar una noticia muy mala. Se han llevado a tu hermano, lo han sacado de la cama a rastras, yo lo he visto desde mi ventana, pero eran muchos hombres armados y me he quedado paralizado, no he podido ni moverme hasta que ya no se oía nada. Pero supongo que todo el pueblo lo ha visto como yo. He saltado por el corral y he ido a buscar a mi hermano. Espero que nadie nos haya visto.
     -Pero, ¿qué van a hacer con él? ¡Tengo que ir a verlo! ¿Dónde se lo han llevado?
     -María, cuando veníamos hacia aquí, hemos oído tres tiros. Lo han asesinado, como a todos.
     Yo estaba paralizada por el miedo. No pensaba ni sentía nada. Ellos seguían hablando en voz baja, pero yo no los escuchaba.
    -¡María! ¡María, escucha! No puedes quedarte aquí. Vamos a meterte en el carro, te taparemos de paja y el perro encima. Recoge ropa, de prisa.- Un zarandeo me hizo reaccionar y me levanté a hacer lo que me decían. Mi primo seguía hablando:
     -Te llevaremos al puerto. Los dos hemos cogido el dinero que teníamos guardado y te compraremos un billete para Barcelona. No tenemos mucho más que para eso. ¿Tú tienes algo?
     Me dirigí al colchón de lana y saqué el sobre donde mi marido me había dejado todo el dinero del que disponía antes de irse para siempre. Se lo alargué.
     -No sé cuánto hay. No he necesitado nada, con el huerto y la venta de los huevos me arreglo.- Mi primo echó un vistazo dentro del sobre.
     -Es poco, pero para unos meses te bastará. Guárdatelo bien.
     Me ví en la negrura de la noche. Un relámpago cruzó el cielo. Y otro. Después, un trueno lejano. Me llevaban a su granero, donde el mulo dormía. Levantaron la paja del carro, pusieron un manta y me ordenaron tumbarme. Me cubrieron con la manta como si fuera un sudario. Luego sentí cómo echaban paja sobre mí, y cómo llamaban al perro y lo hacían subir al carro. Oí al mulo quejarse por ser molestado a esas horas de la madrugada. Nadie volvió a hablar. El carro enfiló por la carretera, camino al puerto. No veía los rayos, pero sí oía los truenos cada vez más cerca. Al cabo de una hora empezó a llover. Aunque la paja y la manta me habían hecho sudar, ahora la lluvia empezaba a enfriarme. Con mucho cuidado, me tumbé de lado porque el agua me mojaba la nariz. El pobre perro se arrebujó contra mí buscando calor, pero yo no podía moverme para abrazarlo, estaba envuelta en la manta. Sentí pena por él, y las lágrimas corrieron por mi cara mezclándose con la lluvia.  
     Poco a poco, se empezó a oír ruido de más carretas, más perros, y también sonidos humanos. Había dejado de llover, pero yo estaba empapada. Noté unos golpes encima de mí:
     -María, ¿duermes?
     -No. ¿Dónde estamos?
     -Ya cerca del muelle. Escucha, no te muevas hasta que nosotros te lo digamos. Vamos a buscar el barco que zarpa a Barcelona, cuando esté todo listo vendremos a buscarte.
     Al fin, el carro dejó de zarandearme y se quedó quieto. Estaba tan cansada que me dormía sin querer, pero una sensación no me acababa de dejar. Al poco, la sensación se transformó en dolor sordo en el vientre. Me estaba orinando. Cuando no pude más, lo dejé salir. Estaba empapada, y de todos modos ya olía mal, a paja por arriba, y a los pasajeros habituales del carro, por abajo. Los cerdos que vendía mi primo.
     Oí unas voces que se acercaban y el perro ladró. Entonces me llamaron y empezaron a apartar paja de mi cuerpo. Al quitarme la manta, vi que despuntaba el día y el frío que sentí me hizo temblar. Aún llovía, aunque estaba amainando. Mis primos se colocaron cada uno a un lado, sosteniéndome. Me dijeron que ya estaba todo arreglado y llegamos a la pasarela del barco más grande que yo pudiera haber imaginado. El barco partiría por la tarde, pero debía embarcar ya, no podía quedarme en el muelle, y ellos tenían que volver al pueblo haciendo ver que lo que habían llevado al puerto era un cargamento de lechones para vender. Yo seguía soñolienta, todo pasaba por delante de mí como cortado. Mis primos se despidieron con abrazos e instrucciones. Ellos sabían lo que debía hacer un fugitivo de la isla. Por lo visto, yo no era la primera. Lo siguiente que recuerdo como una pesadilla en un acceso de fiebre fueron las largas horas, la eterna travesía que me llevó a Barcelona.
     

martes, 16 de abril de 2013

María 1



Cuando tenía veintidós años y estalló la Guerra Civil, yo era una recién casada tan inocente que no entendía nada de lo que estaba pasando a mi alrededor. En mi pequeño pueblo todos parecían pertenecer al mismo bando, el de los Republicanos, incluidos mi esposo y mi hermano, que era además el alcalde. Se reunían y hablaban de cosas que me daban miedo; ataques, armas, persecuciones...
     Una noche, muy tarde, llegó mi marido de la casa de mi hermano, donde habían estado haciendo planes para cuando llegaran los que habían asaltado nuestra pequeña isla y que iban adentrándose y arrasando en todos los pueblos de pacíficos campesinos, pescadores o comerciantes en su mayoría que no habían tenido nunca demasiado interés en los problemas políticos de la península.
     Yo dormía, cuando noté cómo me acariciaba la mano. Me sobresaltó, ya que en lugar de estar en la cama, estaba con la rodilla hincada en el suelo, vestido y con una mochila que yo nunca había visto en el regazo. Me dijo que debía ir a luchar, que no podíamos dejar que nos destrozaran la isla sin defendernos. Yo lloré, me negué, le supliqué... todo en vano. La mitad de los hombres jóvenes se iban. Lo estaban esperando a las afueras del pueblo. Me dijo que mi hermano cuidaría de mí, y que pronto volvería.
     Nunca volvió. Nunca recibí una carta con noticias suyas, ni un comunicado de su fallecimiento. La noche que mi flamante marido salió de nuestro humilde hogar desapareció para siempre en las fauces de aquella guerra absurda entre hermanos y vecinos.
     Al cabo de un mes, el mundo se había vuelto loco. Mi mundo, mi pequeño pueblo. Todos contra todos. Yo no comprendía nada. La gente murmuraba a mi paso, se alejaban. Le intentaba preguntar a mi hermano, que casi no salía del pequeño Ayuntamiento si podía explicarme lo que estaba pasando. El estaba irritable, nervioso y asustado. Me sentía en una pesadilla sin fin. Y la pesadilla no hacía más que empeorar.
     Al fin, un día mi hermano me dijo que había una conspiración contra él. Me lo tuvo que explicar con mucha simplicidad para que yo lo entendiera. Yo no podía creer lo que estaba oyendo. Nuestros propios vecinos, amigos, parientes lejanos... ahora se convertían en extraños. Quien tenía rencillas por una tierra, por una herencia, por un amor despechado...lo usaba como venganza denunciando en falso, desde el anonimato, desde la sombra. No se sabía exactamente a quién eran leales. Como un as en la manga. Como un juego feroz. Como si una maldición bíblica hubiera caído sobre el país, y las personas de buen corazón se hubieran vuelto monstruos sin sentimientos, luchando sólo por estar en el bando correcto en el momento de la victoria. Sólo importaba sobrevivir a cualquier precio, y los habitantes de los pueblos llevaban casi en secreto en qué bando estaban luchando sus hijos, hermanos o maridos en el frente. Así recuerdo yo la guerra desde el mundo en el que yo viví el infierno. Hace unos pocos años, conocí a un hombre que con muchísimo sentido del humor me contó que cuando empezó la Guerra, se alistó junto a su hermano para huir de un asunto de faldas. Eso ocurrió en Madrid, y el culpable del asunto era su hermano. El tenía diecisiete años, y fue su padre quién le obligó a no separarse de su hermano hasta que el revuelo hubiera pasado. Le daban más importancia al sospechoso embarazo de una joven que a la guerra a la que nadie daba más de un mes de duración. Las vivencias de este señor dieron para escribir una novela,  creo que se llamaba “las cinco Banderas” pero de lo que él se burlaba era de que tardó veinte años en saber en qué bando se había alistado el día que salió a la aventura tras el casanova de su hermano mayor.
     Así era como vivieron la Guerra Civil los pueblerinos, los inocentes, los que nunca creyeron que fuera posible tanta maldad en el ser humano hasta que aquella epidemia se apoderó de todos y no había un sólo lugar dónde refugiarse de ella.

María, 2º parte de: La casa de los abuelos

      Hoy empezaré a colgar "María", continuación de "La casa de los abuelos". La tercera y última parte es "El fantasma de la residencia", versión retocada de la que inauguró este blog hace más de un año. Espero que os guste. Seguid las etiquetas y la numeración: María, la casa de los abuelos.
      Las ilustraciones son obra del reconocido dibujante de cómics e ilustrador Pau, escapulanews.blogspot.com.es a quién robé algunas horas de su tiempo para esto.
      Gracias por leerme.

La casa de los abuelos 7 (fin 1º relato de tres)


 -Fabien. Tengo que hablar con Michelle. Y quiero que me ayudes.
     -¿Ahora? Estás cansada, quizás sea mejor esperar a mañana...
     -Mañana estaré igual, Fabien. Los medicamentos. Pero debo hacerlo. Tú también hablaste con el psiquiatra, sabes que debo contárselo.
     -¿Contarme qué, mamá?¿Pasa algo?
     -Ya no. Es lo que...pasó. Es el motivo por el que he acabado así. Tu tío, Christine, Jean... han sido muy pacientes conmigo. Me quieren demasiado con los disgustos que he dado. No soy más que un trasto.
     -Rose, no digas eso, no es cierto.
     -Sí lo es. Y tú, mi niña. Has tenido que crecer con una madre enferma de los nervios; si no hubiera sido por ellos, tu padre hubiera conseguido internarte, alejarte de mí. Pero eres lo más importante, sin tí hubiera perdido las fuerzas para luchar. Tu padre no las tuvo. No quiso comprenderme ni estar conmigo. Era un hombre débil, aunque tampoco le culpo. Vivir conmigo ya sabéis que no es fácil. Pero ahora eres adulta, y tienes que saber que no estoy loca porque sí. Hay un motivo.
     Ahora los tres habíamos cambiado de postura, y estábamos sentados, mirándonos entre nosotros.
     -Michelle, tú no conociste a tus abuelos. Murieron antes de que tú nacieras. Un accidente de tráfico. Nunca he podido llorar su muerte. Creo que no quería a mis padres. Mi padre...- el tío Fabien agarró la mano de mamá, y ella apretó muy fuerte para poder decir lo que iba a decir:- Mi padre abusó de mí. Mi madre lo sabía, y no lo evitó. Tenía miedo de él. Yo en cuanto pude, me fui de esta casa, igual que el tío Fabien. Pero nunca me recuperé. Intenté ser “normal”, me casé con tu padre... pero es imposible recuperarse de tanto horror. Me equivoqué al no contarle nada a tu padre hasta que ya estábamos casados. Cuando tú naciste, yo ya no quise tener más relaciones con él, empecé a estar siempre depresiva... Supongo que los primeros años, por la novedad, mejoré un poco. Pero sin saber cómo, un día volví a sentirme sucia, y triste y enfadada. Tu padre no lo soportó. No era la misma mujer a la que él conoció. Y mi historia le repugnaba. Tenía pesadillas, no quería que le contara detalles, y se fue alejando de mí, como si mi sufrimiento se le pudiera contagiar. Yo empecé a vivir sólo en mi mundo interior, a recordar el pasado, sin querer, no podía dejar de pensar, y de tener pesadillas. Los sedantes no me hacían efecto. Los recuerdos me acosaban a todas horas. Sólo uno bueno me calmaba. A veces, en medio de los peores sueños, se me aparecía María, nuestra querida María. Me abrazaba y todo estaba bien, como cuando era pequeña y me cantaba para dormirme. Fue nuestra verdadera madre.
     Pero nunca supimos por qué nos abandonó. Yo ya estaba desesperada. Se lo confesé todo a Christine y a tu tío, y les dije que quería volver a casa. A esta casa. Tampoco teníamos muchas más salidas, pero pensé que enfrentarme a mis pesadillas me podría hacer dejar de temerlas.
     Fue duro volver. Ni tu tío ni yo habíamos puesto un pie aquí en todos estos años, y todo estaba tal como lo dejaron los abuelos. Arriba, en el trastero, encontré una caja grande. Tenía ropa y cosas que habían sido de María. En el fondo, había un cuaderno, un diario. Creo que mamá lo guardó todo con prisas y ni lo debió hojear. Hasta la ropa estaba metida de mala manera y arrugada. En el diario de María está su historia. Creo que debes leerla. Para comprenderme. Sé que tú también has sentido cosas extrañas en esta casa. Fui egoista trayéndote aquí, pero debes entender que por una parte, aquí estaba Christine, yo tenía la seguridad de que ella nos cuidaría, informaría al tío si algo se ponía realmente feo, y sobre todo te protegería cuando yo me encontrara mal. Tenemos muchísimo que agradecerle. Y por otra, cualquier lugar hubiera sido igual de malo para mí.
     Mi dolor va conmigo donde quiera que vaya, aquí o en el fin del mundo.
     -¿Los dos habéis leído el diario?- pregunté.
     -Si.- Repuso el tío Fabien. -Pero yo, al contrario que tu madre, no creo que sea necesario que lo leas. Es más, yo lo quemaría. Esa mujer sufrió tanto...
     -Mamá, yo no quiero sufrir leyendo algo que ya pasó y que mira cómo te ha dejado a tí. Desde que vine a esta casa con diez años, he sentido el sufrimiento. Se ha manifestado. Ruidos, portazos, pesadillas...¿Y qué me decís del niño en camisón? Sólo yo lo he visto, pero siempre he sabido que no era mi imaginación.
     -Yo también lo he visto, Michelle. Creo que no es un fantasma, es...un recuerdo. El pequeño tío Fabien, con unos dos años, el parecido es inconfundible, si no, comprueba la foto de la vitrina.
     Me levanté y fui a coger aquella foto, la única foto de familia que existía en aquella casa maldita. Lo miré atentamente. Desde luego, el pequeño de la foto y el fantasmita que yo veía rondar por la casa eran muy parecidos.
     Creo que es mi imaginación quién te ha afectado a tí también, Michelle. El tío Fabien estaba siempre tan sólo, tan...perdido en esta casa. Desde que María se fue, nadie parecía reparar en él. Ese niño perdido aún sigue aquí, esperando a María. Pero es la fuerza de mi enfermedad, de mis pesadillas, quien lo provoca. Y supongo que entre tú y yo hay una especie de...telepatía, por decirlo de alguna manera.
    El tío Fabien se levantó. Dijo que si nadie estaba en contra, podíamos encargar algunas pizzas por teléfono para cenar.
     Mamá se había enrollado en su butaca como un bebé o un gatito, y sorprendentemente, parecía dormida tras una hora hablando casi sin aliento.
     La tapé con una manta y la besé en la frente. Ella sonrió con los ojos cerrados.
     -Mírala, tío. Parece que esta vez la terapia ha funcionado. Necesitaba soltar todo eso.
     -Perdóname, cariño. No sé si yo mismo debí contártelo hace tiempo. Pero ella no quería, y yo dudaba. Los médicos la convencieron. Dijeron que era más necesario para ella que lo supieras tú que los psiquiatras. Esto no la curará, pero estoy seguro de que a partir de mañana, las pesadillas habrán terminado para ella.
     -¿Dónde está ese diario? Se me ocurre una cosa...
     -No lo leas, Michelle. Es un cuento de terror.
     -Por supuesto que no, no me hace ninguna ilusión, te lo aseguro. Pero sí podemos llevar a cabo un último “ritual” para ayudar a mamá a que desaparezcan los fantasmas de su cabeza.
     Le conté mi plan al tío Fabien, quién rió la ocurrencia, y quedamos en que cuando mamá estuviera lo suficientemente despierta, lo llevaríamos a cabo.
     Al día siguiente, nos sentamos en la cocina los tres. Del trastero, además del diario de María, rescaté un viejo barreño de metal y unos periódicos mohosos. Limpieza general.
     El barreño estaba en el suelo. Dentro, en un nido de hojas de periódicos arrugados, reposaba el diario maldito. Abrí la ventana de par en par en previsión, y el tío lo roció todo con líquido para encender barbacoas. Mamá prendió una cerilla y la arrojó dentro.
     Cuando el humo amenazaba con matarnos ahogados, el tío Fabien apagó el fuego con una toalla empapada que ya habíamos preparado antes.
     No hubo manifestaciones fantasmagóricas, ni luces parpadeantes ni portazos. Ni gritos de almas en pena ni niños en camisón. Sólo silencio.
     Y, al fin, paz.

                                                        FIN